Felipe Díez Rodríguez
1917 - 2000
El P. Felipe Díez nació el 26 de mayo de 1917 en Crémenes, un pueblo encantador de la Montaña de León. Siendo aún adolescente, ingresó en el juniorado o seminario menor de los Misioneros Oblatos en Urnieta, Guipúzcoa, de donde pasó al noviciado de Las Arenas, Vizcaya, en 1933. Allí hizo su primera oblación el 16 de julio de 1934 y acto seguido pasa al escolasticado o seminario mayor de Pozuelo, como él mismo nos cuenta (ver arriba, en este mismo Blog 3ª vivencia).
Comienza así su decidido itinerario hacia la oblación
perpetua y la ordenación sacerdotal; pero los dolorosos eventos de la persecución
religiosa y de la guerra civil le bloquean inesperadamente el camino, que sólo podrá
reanudar una vez terminada la guerra. En 1941 hará su oblación de por vida y,
siempre en Pozuelo, en 1943 será ordenado sacerdote y estará listo para irse a
misiones. Recibe la primera “obediencia” para misionar en Argentina, que se convertirá en su segunda y muy querida patria. El Señor lo llama para la vida que no acaba el
27 de junio del 2000. Por fin se le brindará la oportunidad de
reencontrarse con sus antiguos compañeros de comunidad, los cuales, aunque
todavía no habían sido beatificados en
la tierra, ya lucían la aureola del martirio en el Cielo.
El P. Felipe hombre amable y jovial, que quería a la
gente y se hacía querer, pudo, providencialmente, sobrevivir para ser “testigo de oficio” (es
decir, requerido por el Tribunal) y quizá el más valioso, en la Causa de
Canonización de sus compañeros, en la fase diocesana del proceso. Su testimonio
fue sin duda el más contundente, no sólo por ser testigo “de viso”, sino también porque
disipó ciertos interrogantes que podían impedir el proceso normal de la Causa.
Uno de esos obdtáculos era que al Juez del Tribunal diocesano no le parecían
insuficientes las razones que otros testigos habían dado sobre el porqué los
Formadores no habían puesto a salvo a esos jóvenes Oblatos, enviándolos a sus
respectivas familias. No bastaba el hecho de permanecer "unidos en la
comunidad", por muy plausible que fuera esta razón.
El P. Felipe daría otra clave más convincente: esperaban
al P. Superior, que estaba en Bilbao dando los ejercicios a los novicios, y
regresó a Madrid en el último tren que pudo entrar. A partir de ese día, la
Capital de España quedaba blindada y ya no había posibilidades de entrar o
salir.
Gracias, P. Felipe, y que puedas gozar para siempre y ya
sin sobresaltos en la gloria con tus hermanos Mártires, aunque te hayas quedado sin
la aureola de mártir y tengas que conformarte con la de “confesor”, como te dijo con chispa aquel Obispo amigo tuyo.
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