El Beato José Vega Riaño, autor de este artículo (La Purísima, Marzo de 1931), nació en Siero de La Reina (León) el 18 de noviembre de 1907. Tras hacer el noviciado en Urnieta (Guipúzcoa), fue enviado a cursar los estudios en Roma, donde obtuvo el doctorado en Filosofía, Teología y Derecho Canónico. Destinado a Pozuelo, ejercía como formador y profesor de dogma en el escolasticado oblato. “Daba las clases con mucha preparación y con mucho sentido espiritual. Algunas de sus clases parecían una lectura espiritual”. Pero su celo apostólico desbordaba la comunidad: no sólo atendía espiritualmente a algunas comunidades de religiosas, sino que también cultivaba a un círculo de laicos, animándolos y sosteniéndolos en aquel ambiente cada vez más hostil a la fe, razón por la cual era el blanco de las iras del comité revolucionario. Prisionero en su propia casa y puesto en liberta después, se ocupaba de atender física y espiritualmente a los jóvenes Oblatos en clandestinidad. Hecho prisionero por segunda vez, fue ejecutado el 7 de noviembre de 1936. Tenía 29 años.
He aquí la esclava del Señor
Recordad, amables lectores, la escena que nos describe el evangelio de San Lucas.
Empieza
el Evangelista narrando la aparición de un ángel del Señor al anciano levita Zacarías,
para anunciarle que a pesar de la esterilidad de Isabel, su esposa, y de la
avanzada edad de ambos, le nacerá un hijo, que será la gloria de muchos. Seis
meses después, añade el Evangelista, Dios envía el mismo ángel San Gabriel, a
la pequeña ciudad de Nazaret, a visitar a una virgen, por nombre María,
desposada con cierto varón de la casa de David, llamado José. El ángel saluda a
María con estas palabras: “Dios te salve, ¡Oh llena de gracia!; el Señor es
contigo; bendita tú eres entre todas las mujeres” Túrbase la recatada doncella
ante la presencia y palabras del ángel, y este añade: “No temas, ¡oh María!,
porque has hallado gracia en los ojos de Dios. Sábete que has de concebir en tu
seno, y darás a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús. Este será grande,
y será llamado Hijo del Altísimo...” La virgen alega entonces la imposibilidad
de tal evento por pertenecer su alma y su cuerpo exclusivamente al Señor; a lo
que contesta el ángel, revelando a María la vía misteriosa de su concepción
virginal, por obra del Omnipotente, para quien no hay imposibles. Disipado ya
todo temor y recelo, la virgen despide al celestial mensajero con estas
palabras: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.”
De
toda esta escena, tan detalladamente escrita por el Evangelista, dos cosas
merecen fijar especialmente nuestra atención: el fin que Dios se propone el
enviar su celeste embajador a la pequeña ciudad de Nazaret y las palabras con
que María contesta a esa celeste embajada.
Respecto
al motivo del envío del celeste mensajero, los Santos Padres, todos, unánimemente,
confiesan no ser otro que solicitar el
libre consentimiento de la Santísima Virgen para una obra que Dios se
había propuesto no realizar sino independientemente de su voluntad; la obra
misma de la Redención.
Más
bellamente que todos los demás expone esto mismo el melifluo e incomparable
cantor de la glorias de María, San Bernardo. “Oíste, exclama él, oíste, ¡Oh Virgen! El hecho y la manera... te fue
dicho que concebirás y da a luz un hijo; oíste también que no será por medio de
varón sino por obra del Espíritu Santo. El ángel espera la respuesta para
volver a Dios que le envió. Esperamos también nosotros, ¡oh señora!, una
palabra de compasión, angustiados como estamos por la sentencia de condenación.
He aquí que se te ofrece el precio de nuestro rescate; por tu consentimiento
seremos al momento libres... Apresúrate, pues, ¡oh Virgen!, ¡oh Señora!, a dar
esa respuesta que esperan cielos y tierra. El mismo Rey y Señor de todo que
contó con tu consentimiento para salvar la mundo, te pide ahora que
consientas... Abre, abre, ¡oh Virgen benditísima!, tu corazón a la fe,
pronuncien tus labios palabra de asentimiento y descienda a tu seno el Creador”
(Homiía 4 Super Missus est).
Ni
faltan tampoco razones que nos persuadan de la conveniencia que había por parte
de Dios para solicitar este libre consentimiento, Dios no necesitaba
ciertamente del consentimiento de ninguna criatura para llevar a cabo la obra
de la Redención. Pero, ¿qué manera más digna se presentaba al divino Verbo para
entrar en este mundo que la que le ofreciera el libre consentimiento de la que
debía ser su madre? Dios, dice Santo Tomás, no gusta de la servidumbre forzada,
sino de aquélla que voluntariamente se le ofrece, y esto, precisamente, porque
quiere que los servicios de los suyos se truequen en méritos. Pues, ¿y quién no
ve qué abundante fuente de méritos debía ser para María, en esta suposición, el
libre consentimiento o la divina maternidad? Por él, en efecto María consentía
también en servir de medio entre el cielo y la tierra, entre Dios y nosotros.
Asociándose a Jesús consentía al mismo tiempo ser, en la obra de la Redención,
la Corredentora, y en el orden de la aplicación de las gracias merecidas por le
Redención la distribuidora de todas ellas. ¿Cómo, pues, no había de querer
Jesús que fuera libre el acto que podía ser origen de tantos méritos para su
madre, aunque esto implicara dejar pendiente de una criatura la salvación de
toda la humanidad?
Ni
debe arredrarnos esta última consecuencia como si ello implicara incertidumbre
para nuestra salvación. El que a la obra de la Redención y a la misma
encarnación del Verbo, deba preceder el libre consentimiento de la Santísima
Virgen, no impide que ese consentimiento, aunque libre, sea infaliblemente cierto.
No es éste el lugar para disertar sobre la admirable concordia que existe entre
la gracia y ciencia de Dios, por una parte, y la libertad e infalible certeza
de los actos humanos, como efectos de aquéllas por otra; para el caso que nos
ocupa nos basta saber, como dice Bossuet, que siendo Dios también el autor de
la libertad, le sobran medios sin duda para guiarla y conducirla a los fines
que El quisiere, sin destruirla. Dios, añade un teólogo contemporáneo, tiene en
sus manos el corazón del hombre, y a donde le quiere llevar le lleva, haciendo
que libre e infaliblemente sea movida nuestra voluntad. Mas, vengamos ya a la
respuesta de María.
A
las palabras con que el ángel, después de saludarla llena de gracia, solicita
su consentimiento para ser madre de Dios, la Santísima Virgen contesta: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí
según tu palabra.”
Difícilmente
cabe imaginar ni más perfecto conocimiento, ni más entera sumisión al divino
querer. María tiene ahora cabal conocimiento de lo que se la pide: el ángel le
ha dicho que concebirá en su seno, por obra del Espíritu Santo, y que dará a
luz un hijo que será llamado Hijo del Altísimo, y contesta sencillamente,
sometiendo su voluntad al divino beneplácito: “Hágase en mí según tu palabra.”
Pero
hay aquí aún otro misterio: Un más atento examen y una meditada consideración
de todas sus palabras y de las virtudes que especialmente brillan en este acto
de la Santísima Virgen, nos trae a la mente otra escena y otras palabras. Eva,
en el Paraíso, ha oído también de boca del Altísimo el anuncio de grandes
promesas, con la sola condición de abstenerse de la fruta del árbol prohibido;
ella también recibe la visita de un ángel, no ya mensajero de su Rey, sino al
contrario, espíritu rebelde, a quien su misma desdicha impele a provocar las
demás criaturas a la rebelión y desobediencia contra el Creador de todos. ¿Cuál
es la conducta de Eva ante este mensajero, ángel no de luz sino de tinieblas y
predicador de la mentira? Empieza el tentador prodigando halagos a la vanidad: “Seréis como dioses, la dice, en comiendo de la fruta del árbol prohibido”,
y Eva, ante promesa tan falaz, deja de creer en las promesas que Dios la
hiciera y desobedece.
Completamente
opuesta a ésta es la conducta observada por María el día de la Anunciación. La
Virgen Santísima escucha también de la boca del ángel grandes alabanzas
dirigida a su persona, pero lejos de complacerse en ellas, se turba, aunque el
celeste mensajero es ángel de luz y portador de verídicas promesas. Sabe María
que la humildad por parte de la criatura, es base y condición indispensable
para recibir cualquier don de Dios, por no comunicarse Él sino a los que halla vacíos de sí mismos; por eso, cuando el
ángel la anuncia que por su medio quiere el Eterno hacer a la tierra el mayor
don de que es capaz su liberalidad, la unión personal de la Divinidad con la
naturaleza humana, aun antes de otorgar su consentimiento, prorrumpe en
profundo y sublime acto de humildad, al exclamar: “He aquí la esclava del
Señor.”
A
este acto de humildad sigue también por parte de María, junto con el de
obediencia, un vivo y explícito acto de fe en las promesas del Señor,
manifestado al declarar la conformidad de su voluntad con lo anunciado por el
ángel. A ese acto de fe se refieren los Santos Padres cuando dicen que la
Santísima Virgen concibió al Señor en su mente aun antes de llevarle en su
seno.
María
es, pues, en los decretos del Eterno y en la realidad de su vida la oposición
de Eva, ya que la cooperación de María a la obra de la Redención es paralela a
la influencia prestada por Eva a la causa de nuestra ruina. EL fruto de la
desobediencia de Eva todos le conocemos por experimentarle en nuestro propio
ser; el fruto de la obediencia de María no le descubre el Evangelista cuando
dice: “Y el Verbo se hizo carne y habitó
entre nosotros.”
J.
Vega, o.m.i.
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