Nos reclaman la publicación de nuevos “post” o entradas en este Blog de los
Mártires OMI
Madrid. Tras una breve interrupción, pensamos proseguir
dándolos a conocer más a fondo. Para ello, nos serviremos de algunos de sus escritos. Éstos nos dejarán intuir el pensar y el sentir de estos nuevos Beatos. Comenzamos con este artículo del del Beato Vicente Blanco Guadilla, “el Santo padre Blanco” (así le llamaban), superior de la comunidad de Pozuelo.
Fue publicado en Diciembre de 1931 en la desaparecida revista oblata “La Purísima”.
- Ave María Purísima.
- Ave María Purísima.
- Sin pecado concebida.
¡Cuán
gratamente suenan esas palabras en nuestros oídos españoles! .¡Cuán agradables
recuerdos despiertan en nuestras mentes!. Son de las primeras que, pequeñuelos,
aprendimos de labios de nuestras madres, cuando apenas podíamos balbucirlas;
las que, escolares, dirigíamos a maestros y condis- cípulos; las que de vuelta a
casa teníamos que pronunciar reverentemente y con la boina en la mano,
saludando a cuantos en ella hubiera; y al caer la tarde, cuando se necesitaba
luz en las casas, se oían esas palabras en el preciso momento de encender el
tradicional candil; juntando en este momento en la misma alabanza las dos
devociones más populares, más queridas y características de nuestro pueblo, la
devoción al SS. Sacramento, Luz de Luz, y a la Purísima, Madre de la Luz más pura. Al acercarnos al santo tribunal
de reconciliación esas son las primeras palabras que dirigimos al representante
de Jesucristo; y nuestros pobres imploran de la caridad cristiana, la limosna,
que a ellos aliviará corporalmente y al dador espiritualmente, anteponiendo
siempre el AVE MARÍA PURÍSIMA.
¿Pero no es verdad, caro lector, que afueza de pronunciarlas y oírlas nos hemos
familiarizado tanto con ellas que apenas nos damos cuenta de lo que decimos?.
A
semejanza de las dos plegarias que más a menudo pronuncian nuestros labios en
honor de nuestra Madre del cielo, esta jaculatoria empieza con un saludo
respetuoso, lleno de confianza, expresando en ella nuestro íntimo gozo por ver
que ha sido tan querida de Dios y tan ensalzada y glorificada sobre todas las
criaturas; y por eso decimos “ AVE “, feliz seas y dichosa; vive para siempre.
Se para nosotros lo que tu nombre augusto, MARÍA, significa: Maestra y Señora.
¡MARÍA!
Ardua tarea sería decir quién es María; difícil empresa que ha arredrado a los
Santos Padres y Doctores. No pudiendo sondear tal abismo de maravillas,
contentémonos con saber que nos dirigimos a aquella MUJER dichosa, anunciada a
nuestros primeros padres culpables, como la triunfadora de la serpiente
infernal; a aquella VIRGEN, profetizada por Isaías, la cual por modo
maravilloso, sin dejar de ser Virgen, había de concebir en su seno y dar a luz
al que se llamaría Emmanuel, “Dios con nosotros”. ¡Virgen que permanecería
siempre virgen, al decir del profeta Ezequiel, que la llama “puerta cerrada”,
por donde no pasará nadie, porque pasó por ella el Señor!.
Saludamos
a aquella Virgen que desposada con el santo carpintero de Nazaret es visitada
por el arcángel S. Gabriel, quien la proclamó llena de gracia y bendita entre
todas las mujeres.
Saludamos
a esa Virgen bendita, a esa Virgen llena de gracia, a esa Virgen toda hermosa,
escogida y amada de Dios, a esa Doncella que al par que es Virgen es Madre de
Dios...¡Madre de Dios!.., y ¿qué más puede pensar nuestro entendimiento, ni
desear nuestro corazón, ni imaginar nuestra fantasía, ni nuestros labios
pronunciar?. ¡MUJER, VIRGEN, MADRE! Y Madre ¿de quién?: de Jesucristo, del
Hombre-Dios, Creador y Rey de cielos
y tierra.
A
esa mujer dichosa, a esa Virgen bendita, a esa Madre de Dios, Reina de todo lo
creado, de los ángeles y de los hombres, a esa que es “más santa que los
santos, más excelsa que los cielos, más gloriosa que los querubines, más digna
de honra que los serafines y más venerable que todas las criaturas” (S.
Germán), a Esa nos dirigimos cuando la decimos: Ave María Purísima.
PURÍSIMA.
No se contenta nuestro corazón con proclamarla pura; ni se saciaría con llamarla
más pura que todas las criaturas; nuestro corazón va más allá, porque la razón
lo pide, quiere que la ensalcemos en grado superlativo: PURÍSIMA. Conviene a
saber, que en Ella no hay mancha ninguna que afee la beldad intrínseca de su
alma, ni error alguno que ofusque su límpido entendimiento, ni pasión alguna
que entorpezca los ardientes vuelos de su ordenadísima voluntad, ni mancilla de
ningún género que empañe la limpieza de su cuerpo virginal; nada hay en Ella
que desagrade a la soberana Majestad de Dios; en Ella puede descansar la mirada
divina como en el objeto de sus divinas complacencias, como que, fuera del
Altísimo, nada hay tan puro ni en los cielos ni en la tierra como María; su
pureza está sobre la de los mismos ángeles que asisten al trono del Señor;
sobre la pureza de los serafines que se abrasan en la hoguera de la divinidad.
Pues,
qué, ¿no es Ella, aquella mujer escogida cual antítesis de la primera mujer,
Eva, seducida y seductora?; y su misión, ¿no es dar cumplimiento a la sentencia
pronunciada contra la serpiente infernal: “enemistades pondré entre ti y la
mujer, entre su descendencia y la suya, y Ella misma quebrantará su cabeza”?;
¿y puede concebirse que fuera víctima del infernal dragón, y que éste hubiera
aplastado con su pie infame a la mujer que había de quebrantarle a él la
cabeza?.
Antes
de dar existencia al primer hombre, que iba a ser el rey de la creación y la
obra más bella del mundo visible, el Eterno le preparó un rico y delicioso
vergel, paraíso de deleites como morada; para formarle cogió Dios tierra
virgen, es decir, pura, sin mezcla alguna de otros elementos. Si esta prodigalidad
de riquezas y delicadeza fue desplegada a favor del primer hombre, ser de un
día, lleno de miserias; del hombre que habría de ser ingrato con su Hacedor,
pagándole con ofensas sus beneficios, y obligándole a desheredarlo de los
derechos que le había otorgado; para el segundo Adán, Jesucristo Reparador de
las ruinas del primero, ¿no convenía que fuera su morada más bella, más
deliciosa y fuera formado de carne virgen?.
Si
un Conde de Benavente, según cuentan las historias, no creyó podía conservar
limpias su caballerosidad y honradez, habitando en su palacio, ocupado durante
unos días por un traidor, y lo entrega todo a las llamas, ¿el Hijo de Dios
había de ser menos noble, había de mirar menos por su honradez que un conde
mortal?. ¿Había de resignarse a ocupar un palacio (mancillado) por la culpa original
y aspirar el hedor impuro que dejara el
aliento del demonio en María, por adornada y enriquecida que fuera después su
alma?.
Y
Dios, en cuya mano estaba librarla de esa mancha ignominiosa, ¿no lo había de
hacer en beneficio suyo y de su Madre?. En la vida de la Señora se observa una
dispensa casi general de todas las leyes que rigen para los hombres; todo es
singular en Ella, su infancia: su doncellez, su matrimonio, su alumbramiento,
su carne sin pasiones, sus sentidos sin rebeldía, su vida sin mancha y su
muerte sin pena; ¿cómo no había de ser rara e insólita, sobrenatural su
aparición en la tierra desde el primer instante de su ser natural?.
Así
lo reconocemos cuando confesamos que fue SIN PECADO CONCEBIDA.
Démonos
brevemente cuenta de lo que es ser concebido en pecado para comprender ese privilegio
singular. Ser concebidos en pecado es venir a la existencia, es salir de manos
del divino Hacedor, rebeldes, hijos de ira, privados de los divinos atavíos de
la gracia santificante, con que Dios había adornado la humana naturaleza; es
estar sujetos a la culpa, es ponerse en condición deshonrosa. A nosotros, por
esa concepción en pecado se deriva la naturaleza humana, caída de su prístino
esplendor, viciada en su raíz, y donde quiera que aparezca ese vicio original,
esa señal de degradación, allí hay un objeto de desagrado y aversión para Dios;
allí resuena el eco de la divina sentencia “morirás irremisiblemente”.
Todos
nosotros hemos recibido la naturaleza de nuestros primeros padres
prevaricadores y nos vemos obligados a confesar con el Rey Profeta: “He sido
concebido en iniquidad y en pecado me dio luz mi madre” (Salmo 50); esa
iniquidad, esa mancha, por venir de aquellos que fueron cabeza del género
humano, tiene razón de pecado y de pecado original; y nadie puede verse libre
de tal mancha a no ser por privilegio especial.
Privilegio
que proclamamos cuando decimos que María, aunque descendiente de Adán y Eva,
fue purísima y concebida sin pecado original; y esto “por gracia y privilegio
de Dios Omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, Salvador del
linaje humano” (Ineffabilis) es decir que de las manos del divino Creador, el
alma que había de animar el cuerpo de María Santísima salió enriquecida con
todos aquellos dones que perdiera Adán; salió adornada con la gracia santificante;
de tal modo, que no pudo ni por un instante estar sujeta a la ley del pecado;
antes, por el contrario, sometió a su imperio la carne y la santificó; quedando
esa felicísima criatura, no solamente
libre de toda mancha, sino toda hermosa en la presencia de Dios; en
pocas palabras, Dios, que escogía a la Virgen para que algún día fuese su Madre,
en el instante de infundir su alma en el cuerpo, borró o anuló las exigencias
de la naturaleza viciada en Adán. ¡Oh benditísimo instante en el que Nuestra
Madre, al par, se vio libre de todas las consecuencias de aquel primer pecado de
la naturaleza, y contempló el hermosísimo séquito de gracias que en el transcurso
de su vida se manifestarían lozanas y esplendentes en su alma!.
Bendigamos,
ensalcemos ese momento de la Concepción de María; no cesemos de proclamarla
purísima, sin mancha desde el primer instante de su ser natural; pero si
queremos serle verdaderamente devotos e hijos queridos, a la alabanza de los
labios acompañen las obras, o sea, las virtudes de que Ella es dechado, sobre
todo la que de una manera especial ensalzamos en la jaculatoria Ave María
Purísima, la PUREZA.
Vicente Blanco,
o.m.i.
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