P.Felipe



Declaración del P. Felipe Díez, O.M.I.
Superviviente, testido "de ofiicio"

En el nombre de Dios. Amén
         
          En el año del Señor 1999, el día 20 de septiembre a las 16’30 horas ante el infrascrito Sacerdote Delegado para el proceso de canonización o declaración de martirio de los Siervos de Dios Padre Francisco Esteban Lacal y veintiún compañeros, Misioneros Oblatos de María Inmaculada, y del seglar Cándido Castán San José, presentes el Promotor de Justicia, legítimamente citado, y el Notario en la sede de la Comisión Delegada, compareció Felipe Díez Rodríguez, testigo llamado “ex officio”, el cual prestó el siguiente juramento:

         “Yo, Felipe Díez Rodríguez, juro que he de decir toda la verdad y sólo la verdad acerca de las preguntas que se me hagan en este proceso sobre la vida, virtudes, fama de santidad y martirio de los Siervos de Dios Padre Francisco Esteban Lacal y veintiún compañeros, Misioneros Oblatos de María Inmaculada, y del seglar Cándido Castán San José.
                   Que Dios me ayude y estos santos Evangelios. 

Felipe Díez Rodríguez, OMI
Firmado y rubricado
        
Datos generales del testigo

      Me llamo Felipe Díez Rodríguez, nacido el 26 de mayo de 1917  en Crémenes (León), hijo de Pascasio y María, sacerdote y religioso profeso en la Congregación de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada con pasaporte español nº: 000119.
          Fui compañero de curso en el Seminario Menor, Noviciado y  Escolasticado de cinco de los Siervos de Dios: Pascual Aláez, Justo Fernández, Clemente Rodríguez, Daniel Gómez y Eleuterio Prado, si bien con este último sólo conviví en el Seminario Menor. Con los otros Siervos de Dios Oblatos conviví en la misma Comunidad del Seminario Menor y en el Escolasticado, sin que fuésemos compañeros de curso, cuando yo estudiaba 1º de filosofía. El P. Vicente Blanco fue mi Superior en Pozuelo, y los PP. José Vega y Juan Antonio Pérez fueron mis profesores. En cuanto al P. Francisco Esteban, era el Superior Provincial
      Conocí a los padres de dos de los Siervos de Dios: Justo Fernández y Clemente Rodríguez. Les conocí por razón de la vecindad de nuestros pueblos. Eran familias de agricultores, económicamente de un término medio, cristianos. Los padres de Justo tenían dos hijos sacerdotes seculares, un oblato además del Siervo de Dios, un hermano lego franciscano y tres hijas religiosas profesas en la Congregación de la Sagrada Familia de Burdeos, lo que da muestra de su profunda religiosidad. En cuanto a la familia de Clemente Rodríguez conocí solamente al padre, que había enviudado bastante joven. También eran muy religiosos. Tenían dos hijos capuchinos, otro oblato además del Siervo de Dios y, con seguridad, al menos, una hija religiosa.

      El ambiente familiar de los dos Siervos de Dios era realmente religioso, de fe y buena. La relación de los dos Siervos de Dios con sus familias era muy buena. Todos vivían gozosamente la fe y con una gran esperanza en que sus hijos llegaran a ser sacerdotes.

      Destacaban estas familias y los Siervos de Dios por su devoción a la Virgen y a la Eucaristía.

      Sobre los otros Siervos de Dios Oblatos, no conocí a sus familias directamente pero llamaba la atención el amor que ellos tenían hacia sus familias, con el cual correspondían al que ellas tenían por los Siervos de Dios. Incluso, se comentaba que la madre de Publio Rodríguez medio se oponía a que fuese sacerdote, por la causa de que era hijo único, y que éste la alentaba diciéndole que un día iba a ser sacerdote misionero.

      Todo esto lo sé por conocimiento directo de los Siervos de Dios.


Infancia y adolescencia de los Siervos de Dios 

      Yo no conocí a los Siervos de Dios siendo niños porque cada uno vivíamos en nuestro pueblo. Pero cuando nos encontramos en el Seminario despertó una profunda relación de amistad entre nosotros, un amor grande, comprensión, comunicación de nuestros anhelos, con una especial ilusión por las misiones. Me estoy refiriendo a nuestra época de niños en el Seminario Menor. Allí cada uno contaba el comienzo de su vocación. Así supe que la vocación de Justo Fernández, que tenía hermanos sacerdotes, sin embargo, anhelaba seguir la vocación de su hermano Tomas que era Misionero Oblato. Clemente, que tenía dos hermanos capuchinos, sin embargo optó por ingresar en los Oblatos por la relación que tenían sus hermanas religiosas con esta congregación.
      De los otros Siervos de Dios puedo decir que era común denominador el deseo de ser misioneros. Lo declarado lo sé por conocimiento directo. 
      Vida de los Siervos de Dios en la Congregación de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada:

Seminario Menor

      En los años de Seminario Menor había un compañerismo grande motivado por el ideal misionero. En los estudios éramos aplicados unas veces y, otras, deficientes, no en el mal sentido, sino teniendo en cuenta el comportamiento propio de niños y adolescentes, pero amando siempre a los profesores, pues yo no recuerdo que los Siervos de Dios hubiesen tenido nunca ninguna cosa contra los profesores.
      La vida en el Seminario transcurría con una fe grande que se manifestaba en la devoción a la Virgen y a la Eucaristía, y despertaba nuestro anhelo misionero con la presencia de Obispos Misioneros Oblatos que pasaban por el Seminario.
      En cuanto a la presencia y comportamiento nuestro en las vacaciones, no había ruptura con lo que vivíamos normalmente en el Seminario, puesto que en nuestros pueblos seguíamos la misma vida de piedad, con mucha relación con el sacerdote a quien ayudábamos en todos. Esto lo supe de los Siervos de Dios Clemente Rodríguez y Justo Fernández por el contacto que teníamos por ser de pueblos vecinos.

Noviciado

      Lo hice con los Hnos. Pascual Aláez, Daniel Gómez, Clemente Rodríguez, Justo Fernández y con el Hno. Eleuterio Prado, que, si no recuerdo mal, fue en este año de Noviciado cuando tomó la decisión de  no ser sacerdote sino hermano converso.
      En ese año, como era la preparación a la consagración religiosa, vivimos intensamente el conocimiento de la Congregación de los Misioneros Oblatos, a la cual nos entregábamos de corazón. Vivimos intensamente una vida de piedad basada en la fe y el estudio de lo que suponía la vida consagrada, las Constituciones y Reglas de nuestra Congregación. También nos iban preparando para nuestra vida misionera y sacerdotal.
      Recuerdo que el día de la Oblación o Primeros Votos, cuando nos despedimos del Noviciado cantando el Himno de la Virgen del Pilar, nos conmovió tanto que salimos todos llorando.
      En resumen podría decir que nosotros vivimos un auténtico Noviciado. Fue el curso de 1934 a 1935. Es obvio que todo lo sé por conocimiento directo.

Seminario Mayor o Escolasticado

      Del Noviciado, que lo hicimos en el Convento de Las Arenas, nos trajeron al Escolasticado en Pozuelo. Recuerdo que cogimos el tren por la noche y que para nosotros todo constituía una verdadera novedad. Era el día del Carmen, 16 de julio de 1935.
          Llegamos al Escolasticado durante el período de vacaciones y la Comunidad nos recibió con un ambiente muy acogedor. Durante esa época seguimos el ritmo normal del tiempo de vacaciones: estudios, recreos, paseos, es decir, que nos dedicamos a conocer la realidad geográfica de Pozuelo y sus alrededores.
      Y así llegamos al comienzo del curso 1935-1936. Al principio, todo fue una novedad para nosotros, y nos dedicábamos a comentar los estudios; entramos así en el reglamento del Convento, cada uno dedicado al trabajo que se nos ordenaba. Así transcurrió el tiempo hasta llegar para nosotros la renovación de los votos, con un retiro de preparación previo, y el día del Carmen, 16 de julio de 1936, renovamos los votos por un año más. Y a los dos días fue cuando estalló la guerra.
      Por lo que yo viví en ese año de Escolasticado, puedo referir como algunos se dedicaban a la catequesis en las parroquias de Pozuelo y de Aravaca. Se tenía una coral que solemnizaba actos religiosos, aún fuera del convento; también se hacían representaciones de autos sacramentales. Toda su preparación, escenarios, vestuario era preparado por los propios escolásticos. Teníamos también varias academias: una dedicada al estudio de las misiones, otra llamada de “Sto. Tomás” dedicada al estudio, otra de Mariología y otra que se dedicaba a preparar la representación de autos sacramentales.
      La vida de fe se expresaba  en las visitas al Santísimo donde cantábamos, en las oraciones, en la Misa diaria. Recuerdo que en la última visita que hicimos al Santísimo a mí me toco entonar y cantamos: “Quédate Jesús con nosotros”, cuando todavía no sabíamos lo que iba a pasar. Poco después se precipitaron los acontecimientos de la guerra. La fe era la realidad que animaba toda nuestra vida, nuestras actitudes, comportamiento. Teníamos también lo que llamábamos “la visita filial” que era ir a ver al Superior para comentar como iba nuestra vocación o que nos pudiera llamar al orden en algún tema. Además de esta visita al Superior, teníamos la dirección espiritual con alguno de los formadores, que siempre estaban disponibles para hablar con nosotros. Recuerdo cómo se nos daba libertad para ir a confesarnos con el sacerdote que deseáramos, de dentro o fuera de la Comunidad. Otro momento importante, y al que éramos sumamente fieles, era el llamado “Capítulo de Culpas” donde confesábamos públicamente lo externo en el incumplimiento del reglamento y donde, también, éramos corregidos fraternalmente por cualquiera de los hermanos de la Comunidad. En esa corrección fraterna sobresalía la caridad y la búsqueda del momento  más adecuado. Todo ello acompañado de paseos, deporte y trabajos manuales.

Ministerio apostólico y/o sacerdotal y trabajo profesional

      Nuestros superiores y formadores estaban totalmente entregados a nuestra formación. Ponían todo esfuerzo y sacrificio para orientarnos, alentarnos y fortalecernos en la fe y en el anhelo de ser misioneros. Aunque principalmente se dedicaban a la tarea de la formación, también atendían capellanías de las Comunidades de Religiosas de alrededor y, ocasionalmente, la predicación de retiros.
      Los hermanos coadjutores vivían en un sacrificio ejemplar en los distintos ministerios que ellos tenían. Entre otras tareas, recuerdo que el Hno. Bocos se dedicaba a la cocina, el Hno. Eleuterio atendía el cuidado y la limpieza de la casa, y el Hno. Marcelino Sánchez se dedicaba a la sastrería, arreglando sotanas.
      El trabajo de los seminaristas era el propio de su condición: el estudio. Además, como antes señalé, se dedicaban a ayudar en las catequesis en las parroquias de los alrededores.
      Los Siervos de Dios, en el desempeño de sus tareas y en su relación con los demás, se mostraban piadosos, serviciales, caritativos y siempre comprensivos prestándose ayuda entre sí. Puedo decir que hoy no tengo nada que reprochar de mi pasado en el Escolasticado en lo que se refiere a los superiores, formadores, profesores, compañeros y hermanos coadjutores.

Detención 

      El ambiente socio-político que existía en Madrid y sus alrededores a mediados de julio de 1936 nos era casi desconocido porque siendo seminaristas no íbamos a Madrid ni leíamos los diarios. Sólo escuchábamos las conversaciones y, por ellas, podíamos deducir que las cosas andaban muy mal. Oíamos que se proyectaba como un levantamiento sin poder precisar más. Pero sí que teníamos vivencia de que existía un ambiente contra la Iglesia en general y contra nosotros en concreto.
      Tuvimos que dejar de salir a pasear por los insultos y amenazas graves que proferían contra nosotros. También, estando en el mismo Convento, oíamos estos mismo insultos y amenazas de los transeúntes cuando pasaban frente al Convento. La sensación que nosotros teníamos es que algo se estaba fraguando contra la Iglesia y, más en concreto, contra nosotros mismos.
      En este ambiente, el día en que estábamos de retiro espiritual preparando la renovación de los votos, que hicimos el día 16 de julio, fiesta de Ntra. Sra. del Carmen, nos llegó la noticia del asesinato de D. Leopoldo Calvo Sotelo, causando en todos una sensación de angustia y de temor.
      El día 19 de julio de 1936, al levantarme de la siesta, cogí la sotana, las tijeras, el jabón y la toalla y bajé a la planta baja a ducharme. Cuando estaba esperando que saliera el que se estaba duchando, sentí ruidos y carreras por el Convento que me extrañaron, y ante esa realidad, abrí la puerta del pasillo y, cuál fue mi sorpresa, cuando al abrir la puerta me encañonan con un revolver. Yo les dije: “Me voy a duchar” y me dijeron: “Salga para la huerta”, a lo que respondí: “Pero yo quiero vestirme”, y me repitieron de nuevo: “No, salga para la huerta”. Y al salir yo en dirección a la huerta, en la puerta me encontré con uno que llamaban “Guerrero” que acariciaba la culata de la pistola y me dijo: “No salga. ¡Entre ahí! Póngase mirando a la pared y con las manos arriba. Esto se termina”.  Yo entré, hice lo que me mandó y encontré dos seminaristas más en la misma postura: los hermanos Angel Villalba e Isaac Vega; yo, al ponerme al lado de Isaac le dije: “Isaac llegó el momento de ir al cielo”. En ese momento pasó el P. Vega y nos dijo: “Hagan el acto de contrición que les voy a dar la absolución general”. Yo quería rezar el “Señor mío Jesucristo” pero no me salía, pero si me salían actos de amor a Dios, de perdón hacia los que pensábamos que nos iban a fusilar y de ofrecimiento de la vida por los que nos mataban, por la Iglesia y por España.
      A esa habitación donde yo estaba, fueron introduciendo a todos los miembros de la Comunidad. Después de un rato de estar así, con un calor asfixiante, nos mandaron salir a la Huerta pero ya detenidos y, en consecuencia, privados de libertad de movimientos. Yo me acerqué al P. Delfín Monje y le comente mi situación, ya que sólo iba vestido con la sotana. Él me dijo: “Dile a un miliciano que te acompañe y ponte la mejor camisa para morir bien vestido”. Fui a un miliciano que me acompañó y así pude vestirme. De nuevo baje, siempre acompañado por el miliciano, y me uní a la Comunidad que se encontraba en la huerta.
      Esa noche, detenidos ya, fuimos al dormitorio, pero con la orden de que no nos levantáramos ni nos asomáramos a las ventanas, y los milicianos nos vigilaban. Al día siguiente, a la hora acostumbrada, a las 6’30, nos levantamos y fuimos a la Capilla, como siempre, no se celebró ya misa pero se consumieron todas las Hostias  consagradas. Por ese motivo, algunos miembros de la Comunidad comulgaron varias veces. Y lo más triste de todo fue cuando el P. Superior, Vicente Blanco, al darnos la bendición comenzó a llorar y tuvo que ser asistido por el P. Monje y el P. Vega que compartieron la misma pena. Creo que dijo: “¡Y qué va a ser de esta casa sin Jesús en la Eucaristía y qué va a ser de estos jóvenes cuyos padres los han puesto bajo nuestra custodia!”.
      De allí fuimos al estudio, siempre vigilados por los milicianos. Estuvimos un rato en el estudio y de allí bajamos al comedor, siempre con la custodia de los milicianos y bajo la amenaza de las armas. Allí desayunamos y, después, ordenaron que bajáramos los colchones al comedor, y quedamos ya encarcelados en ese lugar. Uno de los milicianos, llamado “Porras”, al que económicamente ayudaban los Padres Oblatos y cuyas hijas iban al colegio de san José de Cluny también por influencia de los Oblatos, y por tanto nos era conocido, llamó al Hno. Bocos, cocinero, y le dijo: “Tú haz la comida para todos, pero de faltar, que falte a los tuyos y no a los míos”. Allí, en el comedor, quedamos todo el día prisioneros. En este mismo lugar dormimos. A eso de las dos de la madrugada, nos despiertan, nos ponen en fila y nos cachean. En ese momento llaman a seis estudiantes, Pascual Aláez, Cecilio Vega, Manuel Gutiérrez, Justo González, Francisco Polvorinos y Juan Pedro Cotillo, junto con el P. Juan Antonio Pérez. A estos miembros de la Comunidad unieron el seglar Cándido Castán San José, que había sido detenido y conducido al Convento como prisionero. Este Cándido Castán nos era conocido a los Oblatos como un hombre que trabajaba en los Círculos Católicos Obreros. También tengo oídas, aunque no pueda precisar más, que cuando la expulsión de los jesuitas tuvo refugiados en su casa a dos sacerdotes de la Compañía (de Jesús).
      Los siete miembros de la Comunidad junto al seglar citado se los llevaron sin que volviésemos a saber nada más de ellos, y el resto de la Comunidad volvió al comedor convertido en dormitorio.
      Al día siguiente desayunamos allí y recibimos la visita del alcalde de Pozuelo para tranquilizarnos, a lo que el P. Monje contestó diciendo que cómo nos íbamos a tranquilizar si la noche anterior se habían llevado a siete. El alcalde, con rostro contrariado, se marchó. Al mediodía vinieron los Guardias de Asalto que nos condujeron a la Dirección General de Seguridad en Madrid. Tengo que añadir que los milicianos nos despojaron de todos nuestros hábitos y de cualquier signo religioso, de manera que, cuando subimos a los camiones de los Guardias de Asalto, lo hicimos sin nada, ni siquiera con documentación, y, escasamente, con lo puesto.
      La única razón que había para nuestra detención por parte de los milicianos es que éramos religiosos. Nuestra tarea, al ser detenidos era la de ser estudiantes dedicados al estudio y formación; la de los sacerdotes, su ministerio sacerdotal y exclusiva dedicación a nuestra formación; y la de los Hermanos Coadjutores, las tareas auxiliares que tenían encomendadas dentro de la Comunidad. Nosotros no sabíamos de cuestiones políticas ni jamás nos habíamos dedicado a esto.
      Sobre si preveíamos nuestra detención, hay que precisar que si bien existía el ambiente contrario a la Iglesia y a nosotros mismos, no podíamos decir en concreto en qué momento o en qué circunstancia pudiesen atacar el Convento, y, mucho menos, podíamos prever un asalto tal y como ocurrió. En los días inmediatos al 18 de julio, el P. Superior, Vicente Blanco, se encontraba predicando fuera de Madrid, si mal no recuerdo en Bilbao. Llegó a Madrid en el último tren que entró en la Capital procedente del Norte. Nos contó la situación que había vivido, tanto en el Norte como en el viaje. Escuché en la Comunidad algunos comentarios, sobre todo de los escolásticos mayores, de la razón por que no nos llevaban a Urnieta, y la razón era muy simple: no había medios para poder salir de Madrid y la situación política que existía en Madrid era igual en todas partes. En esas circunstancias lo más prudente era permanecer en el Convento, la Comunidad reunida, porque además tampoco era previsible un asalto como el que sucedió.

Vida de los Siervos de Dios en la clandestinidad y en la prisión

      La Comunidad fue conducida desde el Convento de Pozuelo a la Dirección General de Seguridad en Madrid. Allí, al entrar, nos tomaron los datos de rigor: nombre y apellidos, edad... En ese momento nosotros confesamos nuestra condición de estudiantes religiosos, en cuanto a nosotros, y de sacerdotes, los superiores y profesores. Nos condujeron a los calabozos donde nos encontramos, entre otros detenidos, a otros miembros de comunidades religiosas, entre los que recuerdo, fundamentalmente, Agustinos de El Escorial. La comida que nos dieron para la cena fue un plato de lentejas. Pasamos la noche amontonados y, al día siguiente, temprano, nos pusieron en libertad, después de pasar por una oficina donde nos comunicaron que estábamos en libertad. Estuvimos esperando una larga fila para que nos diesen un salvoconducto, según nos habían prometido. Visto que no nos lo daban, los superiores nos dijeron que si alguno tenía familiares o conocidos que se marchasen con ellos. Los que no tenían familiares o conocidos, los Padres se responsabilizaron de ellos y los llevaron a unos a la Casa Provincial con sede en la calle de Diego de León; a otros, a la casa del sastre que estaba en la calle Vaquero; y otros, a la casa de Doña Concha, una señora cuya hija se educó en el Colegio de las Franciscanas del Buen Consejo, en Pozuelo, cuyos capellanes eran los PP. Oblatos.
      Yo me marché con los escolásticos Julio y Jesús Alonso a casa de un primo mío, de quien solamente sabía el nombre de la calle. Llegamos a la calle de la Gran Vía y estábamos en duda porque no sabíamos llegar a la dirección que era en la calle de la Sal. En ese momento se nos presentó un anciano y nos dijo: “¿Qué desean?”. Le dijimos que queríamos llegar a la calle de la Sal, pero no le indicamos el número por no saberlo. Él nos dijo: “Vengan conmigo”, y nos acompañó hasta la misma puerta de la casa, desapareciendo. Ante hecho tan extraño, Julio pensó entonces y, posteriormente ha manifestado, que este anciano se trataba del patriarca san José que nos condujo hasta la casa de mi primo. Yo no enjuicio el hecho. Solamente relato lo que decía Julio.
      Entramos en la casa de mi primo Sergio, que era Guardia de Asalto y se encontraba en el frente. Su esposa, Aurora, nos recibió con los brazos abiertos. Nos preparó un lugar para echar la siesta, y allí quedamos guarecidos en ese ambiente tan propicio y protegido por estos primos y otros familiares de ella que nos ayudaron. En esta casa recibíamos, de vez en cuando, la visita del P. José Vega que venía a alentarnos y a confesarnos. También estuvo unos días refugiado en la misma casa el P. Blanco, quien constantemente tenía el rosario en la mano.
      También supe por otros compañeros, que estaban hospedados en una pensión de la calle de la Carrera de san Jerónimo, que el P. Francisco Esteban, Superior Provincial, visitaba a los religiosos Oblatos y a las religiosas de la Sagrada Familia de Burdeos en los distintos lugares donde estaban refugiados. Que mis compañeros le habían advertido que no era conveniente que saliese tanto por la exposición que hacía de su vida, y él les contestó que había que salvar y alentar en la fe y en las virtudes a los hermanos de la Congregación que estaban perdidos. La palabra “alentar” se me quedó grabada. Yo fui a visitar al P. Francisco Esteban en la Carrera de san Jerónimo.
      El día 31 de julio mi prima dio a luz una hija a la que se le puso el nombre de Mª Luisa, y fue bautizada, en la misma casa, por el P. José Vega.
      El 15 de agosto murió en el frente de batalla, en Guadarrama, mi primo Sergio.
      Nosotros permanecimos en la casa de mis primos hasta el día en que detuvieron a todos los Oblatos que estaban refugiados en distintas casas y pensiones de Madrid. El Hno. Alonso y yo nos salvamos de milagro esa noche. Llegó la policía a casa a las dos de la madrugada, entraron donde estábamos nosotros durmiendo; con nosotros estaba uno que se llamaba Donato Álvarez que trabajaba de cocinero en la sede del partido Izquierda Republicana, que tenía en regla su documentación. Cuando la policía pidió los documentos él los presentó, y cuando se refirieron a mi persona, preguntando por mi documentación, contestaron: “Este es un chiquillo”, y nos dejaron. Al día siguiente nos enteramos de que había sido una “redada” y que en ella habían detenido a los Oblatos que estaban refugiados en la calles Vaquero y Carrera de san Jerónimo.
      Antes de esta redada y por comentarios que llegaban a la casa, donde el P. Vega era conocido por lo que ya he declarado, supimos que lo habían detenido. Como ya he dicho el Padre venía a visitarnos y a alentarnos en la fe; fue reconocido en la calle por una mujer de Pozuelo que lo denunció. Los milicianos de Pozuelo, guiados por “Porras”, querían que se los entregasen a ellos, y el Comité de Madrid lo llevó a la Cárcel Modelo, donde se encontró con el escolástico Serviliano Riaño y otros que también habían sido detenidos anteriormente.
      En aquellos días, aunque no recuerdo por donde vino la filtración, supe que al P. José Vega y a Serviliano Riaño los mataron en una de las “sacas” de la Cárcel Modelo, el día 7 de noviembre. Supe que Serviliano pidió la absolución al P. Mariano Martín cuando se lo llevaban.
      Yo hube de salir de la casa de mi primo Sergio por una denuncia de la portera. Me condujeron con el Hno. Escolástico Alonso hacia la Dehesa de la Villa, pero al llegar a un determinado lugar, hubo una conversación entre los milicianos para ver que hacían con nosotros, dada nuestra juventud. El que los mandaba les dijo a los otros que él también había sido sacristán y decidieron volvernos. Después de muchas vicisitudes y de andar en casa de familiares, vine a parar a casa de unos paisanos, que me ayudaron y me condujeron a la oficina de un sindicato donde me dieron un carné de la C.N.T.-F.A.I. Con dicho carné me podía mover libremente por Madrid. Caí enfermo y estuve en un hospital de la Provincia francesa de la Compañía de las Hijas de la Caridad, y que lo tenían bajo pabellón francés, por lo cual era un lugar de refugio.
      Yo continué teniendo contacto con personas donde habían estado los Padres y Hermanos Oblatos antes de su detención, personas que iban a la cárcel a llevarles comida, como podían ser Doña Concha, dueña de la casa donde estuvieron el P. José Vega, el Hno. Escolástico Porfirio Fernández que sobrevivió, y otros; y también Doña Dulce, que era la mujer del sastre de la Comunidad. Éstas nos comunicaban las condiciones en las que se encontraban en la cárcel: pasando muchísima hambre, llenos de piojos, pero siempre firmes en la fe y manteniendo un auténtico espíritu de caridad de los unos para con los otros.
      Supe que habían enviado a los Siervos de Dios, unos a la cárcel de San Antón y otros a la cárcel de Porlier. Ignoro las causas del traslado, pero pienso que tendrían relación con el acercamiento de las tropas nacionales a la Cárcel Modelo, puesto que la cerraron y sacaron a todos.
      Sé que había más cosas y detalles que en este momento no recuerdo. Lo que sí quiero subrayar es el comportamiento, la caridad y la ayuda mutua que existía entre ellos en la cárcel y con otros compañeros. Esta ayuda también se prestaba en la medida de lo posible por parte de los que estábamos fuera, y todos nos manteníamos unidos en la oración.
      Como hecho anecdótico y al margen de lo canónico, el P. Mariano Martín fue enviado a trabajos forzados. Yo fui a verle en una ocasión y aproveché para renovar mis votos.
         
El martirio de los Siervos de Dios

      Desde el primer momento en que fuimos detenidos, en cada uno de nosotros había un trasfondo de ser asesinados por nuestra condición de religiosos. En nuestro interior, lo único que transcendía era el espíritu de perdón, por una parte, y por otro, el deseo de ofrecer la vida por la Iglesia, la paz de España y por aquellos mismos de los que pensamos que nos iban a fusilar.
      El único móvil que nos guiaba era sobrenatural, ya que humanamente lo perdíamos todo.  Éramos conscientes de que si nos mataban era por odio a la fe cristiana.
      En cuanto al lugar del martirio, de los siete primeros de Pozuelo ya he declarado que no sabemos dónde los mataron; de los otros, sabemos que fueron muertos en Paracuellos del Jarama, y Serviliano Riaño en un lugar que llamaban Soto de Aldovea.
      En el momento de la muerte, he oído que hubo alguien, que por las descripciones coincide con el P. Esteban, que pidió permiso para dar la absolución a sus compañeros. Y sus palabras últimas fueron: “Sabemos que nos matáis por ser sacerdotes y religiosos. Os   perdonamos. ¡Viva Cristo Rey!”.

Fama de martirio

      Desde el primer momento, en la misma guerra, cuando supimos lo que había pasado, yo pensé que eran mártires porque era lo que yo pensaba desde el primer momento en que fuimos detenidos en Pozuelo: que caminábamos hacia el martirio. Yo he pensado siempre que ellos con su muerte sellaron la fe que nos alentaba en la vida de persecución que sufrimos. Repito que nosotros, desde el momento en que fuimos detenidos, teníamos esa idea de ir al martirio por ser religiosos. Yo, muchas veces, al manifestar lo que había sucedido a mis compañeros solía decir: “Yo podía ser mártir pero soy confesor”. Esta expresión la dijo el Sr. Cardenal de Córdoba (Argentina), D. Raúl Francisco Primatesta, con motivo de mis bodas de oro sacerdotales ante los fieles y ante el Consejo Presbiteral de esa archidiócesis.
      Esta fama de martirio está viva en la Congregación y entre los fieles. En el Escolasticado de Pozuelo se levantó una cruz en memoria de nuestros mártires, ante la cual rezábamos en muchas ocasiones por ellos y por la Congregación. Dicha cruz fue cambiada posteriormente por una lápida, en el vestíbulo del nuevo edificio del Escolasticado.
      En la misma ciudad de Pozuelo de Alarcón existe una calle denominada “Mártires Oblatos”. Y la fama de santidad sigue viva.
      Yo rezo la oración por la beatificación de los Siervos de Dios y me encomiendo a ellos. Sobre mi opinión respecto al martirio, creo que ha quedado suficientemente clara anteriormente.

Virtudes de los  Siervos de Dios

      La confianza en Dios, nuestro Señor, se manifestó de forma especial en la persecución que hubimos de sufrir, no sólo en el momento del martirio sino también antes puesto que, por ejemplo, cuando nosotros salíamos de paseo y éramos objeto de insultos, burlas y amenazas, nadie de la Comunidad se volvía a responder o mostraba su enojo, sino que se expresaba una paz y una confianza en la Providencia divina.

Caridad para con Dios y para con el prójimo
        
      Yo creo que la Fe es la raíz, la Caridad es el fruto, y ese fruto se manifestaba en el trato, en el momento del recreo y nos ayudábamos mutuamente en cuestiones de estudios; y se manifestaba la Caridad para con Dios en la oración, oración que consistía en la práctica de los sacramentos y en las visitas al Santísimo con regularidad.
      Esta Caridad de los unos para con los otros alcanzó un punto álgido en el tiempo de la persecución, pues aunque estábamos separados, todos rezábamos los unos por los otros, y esto lo pude saber por las conversaciones mantenidas con cada uno de los supervivientes.
      Por otra parte, en esta virtud, he de hacer mención a lo ya declarado sobre el comportamiento del P. Vega, el P. Francisco Esteban, y recuerdo ahora también, que lo mismo hizo el P. Vicente Blanco, que no teniéndose en cuenta a sí mismos procuraban el bien de los demás.
      Esta Caridad también se manifestaba en el espíritu de Comunidad, en una época en que la Provincia de España como tal y los conventos en donde yo viví en particular, no teníamos nada y, sin embargo, todos compartíamos lo poco que teníamos. Lo mismo sucedía en las casas donde estábamos refugiados.
      No he visto ni oído nada contrario a las virtudes de la Fe, Esperanza y Caridad en los Siervos de Dios Oblatos. Por el contrario lo que sí pude observar fue un espíritu de gran entrega a Dios y a la Iglesia en la Comunidad.

Prudencia

      En cuanto a la virtud de la Prudencia en los Siervos de Dios, puedo decir que los superiores, los PP. Vicente Blanco, José Vega y Juan Antonio Pérez siendo como eran hombres de profunda fe, querían, por encima de todo, la seguridad y la salvación de toda la Comunidad, por lo que, a la vista de cómo se encontraba la situación no sólo en Madrid sino también en toda España, y que tampoco podíamos salir, optaron por que quedáramos en Pozuelo todos juntos. Por otra parte, y como ya he declarado anteriormente, tampoco era previsible un asalto del Convento como el que se produjo, y menos a esa hora de la siesta en el caluroso mes de julio.
      Tampoco fueron imprudentes, ni el P. Francisco Esteban Lacal ni el P. Vicente Blanco, ni el P. José Vega, cuando nos visitaban estando nosotros en la clandestinidad, porque actuaban poniendo los medios naturales para andar por la calle en esas circunstancias, pero con el fin sobrenatural de cuidar de todos nosotros en lo espiritual, y anteponiendo sobrenaturalmente su vida a la nuestra, ejerciendo así su ministerio sacerdotal de forma heroica. Este ejercicio no sólo lo ejercieron a favor nuestro sino también a favor de otras personas como fue la administración del bautismo a la hija de mis primos Sergio y Aurora.

Fortaleza

      Los momentos especiales en el que los Siervos de Dios practicaron la virtud de la Fortaleza fueron en la detención en Pozuelo y durante todo el proceso de persecución en el que ellos y nosotros, los supervivientes,  nos alentábamos mutuamente manteniéndonos en la fe y en la creencia de que Dios nos estaba preparando para el martirio.
      Puedo manifestar por lo que yo viví con ellos en esos momentos, que todos estábamos predispuestos a la muerte y entregados plenamente a Dios. Tanto es así que yo escuché al P. Delfín Monje una frase que luego se ha escrito en muchos sitios: “Nunca estuve mejor preparado para morir”. Esta frase yo también la he dicho personalmente, y otros hermanos supervivientes manifestaron la misma idea. Con ella se recoge realmente el espíritu en el que vivíamos.
      Cuando estábamos “gustando” el momento en que nos iban a matar, queríamos pronunciar alguna oración y no nos salía, pero, sin embargo, lo que sí salía espontáneamente eran sentimientos de amor hacia Dios, de afecto hacia nuestros hermanos y hacia los que nos iban a matar, así como sentimientos de perdón a los demás, así como una petición de perdón a Dios por nuestros pecados, debilidades, imperfecciones, etc. Esto lo declaro de ciencia directa y yo estoy seguro de que estos sentimientos los mantuvieron los Siervos de Dios hasta el momento de la muerte, porque nunca surgió ninguna acción de renegar de su fe y nunca se oyó decir que ninguno hubiese renegado de la misma.

Pobreza

      Los Siervos de Dios vivieron la virtud de la Pobreza aceptando la realidad de nuestra vida de estudiantes y religiosos llena de carencias en cuanto a lo material, viviendo el Evangelio en el amor y fidelidad al trabajo buscando, como dice el Evangelio, “servir y no ser servidos”.
      De una manera especial quiero destacar el ejemplo de los Hermanos Coadjutores que desempeñaban con alegría las tareas más humildes en la Comunidad y eran un estímulo para todos. Concretamente, recuerdo a los Hnos. Bocos, Sánchez y Prado dándonos un ejemplo alegre y sencillo en el trabajo cotidiano.

Obediencia

      Desde nuestro ingreso en el Seminario Menor se nos inculcaba un amor y obediencia a los superiores en la Iglesia y en la Congregación. Y éramos fieles en la Dirección Espiritual en nuestras dificultades y crisis que ellos nos ayudaban a superar. Recuerdo especialmente lo que nosotros llamábamos la “Visita Filial” al Superior. Se vivía un espíritu de caridad hacia los superiores y entre nosotros los escolásticos.

Castidad

      La virtud de la Castidad se vivía intensamente apoyados en la oración y, también, por la caridad entre los hermanos. No recuerdo que entre nosotros se diera nada contrario a la Virtud y al Voto de Castidad. Por otra parte, éramos fieles al reglamento en la relación con las personas de otro sexo.

      La Castidad la vivíamos desde el amor que teníamos a Dios y desde la entrega que daba sentido a nuestra vida, con miras a ser misioneros, partiendo de nuestra Consagración Religiosa y del ejemplo que veíamos en nuestros superiores.

Humildad

      Como estudiantes vivíamos queriendo aceptar nuestras limitaciones con miras a adquirir una formación humana, espiritual, religiosa y misionera que nos capacitara lo mejor posible para ejercer nuestro ministerio.
      No existía entre nosotros ese orgullo de superar, por nuestros valores y capacidades, a los demás, y, como ya he dicho, acusábamos públicamente nuestras faltas y aceptábamos la corrección de los demás. Esto lo digo con relación a nuestra vida en la Comunidad de Pozuelo. En cuanto a lo vivido después de la detención no conozco ninguna falta de orgullo, soberbia o deseo de venganza en ninguno de los Siervos de Dios. Todos aceptábamos la realidad de lo que significaba la persecución con una fe y esperanza de una entrega al Señor.
      Quiero volver a subrayar que nunca he visto ni oído en ninguno de los Siervos de Dios nada contrario a las virtudes de la Prudencia, Justicia, Fortaleza, Templanza, Pobreza, Obediencia, Castidad y Humildad.
El testigo la ratificó con las siguientes palabras:
         «Juro haber dicho la verdad  y confirmo cuanto he declarado».

                                                       Firma:  Felipe Díez Rodríguez, O.M.I.

        

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