Un grupo de Oblatos españoles con Mons. Alfredo Guyomar, Obispo de Jaffna. Sentados: El Beato Francisco Esteban, entonces Superior Provincial, 4º por la izquierda. De pie: El P. Monje, 2ª fila con el Cristo oblato.
EL CALVARIO DEL ESCOLASTICADO DE POZUELO
Un grupo de Oblatos españoles con Mons. Alfredo Guyomar, Obispo de Jaffna. Sentados: El Beato Francisco Esteban, entonces Superior Provincial, 4º por la izquierda. De pie: El P. Monje, 2ª fila con el Cristo oblato.
EL CALVARIO DEL ESCOLASTICADO DE POZUELO
P. DELFÍN MONJE CUEVAS, O.M.I.
1ª Parte
18 de Julio 1936.
Por la mañana llega de Bilbao el R. P. Vicente Blanco, Superior del Escolasticado. Había estado predicando el retiro anual a la casa - Noviciado de Las Arenas.
Por no tener completo el equipo de ropa los novicios, que hicieron la profesión el día 16, no llegaban a Pozuelo juntamente con el Padre Blanco.
A la hora de comer me dice el R. P. Superior: - Váyase a la radio. Se susurra que las tropas de África se han sublevado y vienen camino de la Península, si no han desembarcado ya.
Subo a la radio y escucho con ansiedad Sólo se oye música; música y anuncios como de ordinario. Bajo al comedor y digo que en la radio no se advierte nada de anormal.
Mas los acontecimientos se precipitan: de fuera nos llegan noticias de que se ha producido el alzamiento militar en toda España. Hay comentarios animados y comienzan a vivirse esos momentos emocionantes y angustiosos en que se presienten acontecimientos sensacionales. No nos apartamos un momento de la radio. Unión Radio de Madrid anuncia a media tarde el levantamiento de las tropas de África pero se apresura a restarle importancia al hecho asegurando que el movimiento ha sido estrangulado en el acto. Por otra parte se añade que las guarniciones todas de la Península siguen fieles al gobierno de la República. Comenzamos a creer que el alzamiento militar ha fracasado.
Día 19. Registro del convento.
En la parroquia del Carmen (Estación) hay misa cantada y sermón. Es domingo y se han trasladado a este día los actos religiosos en honor de su Patrona. Varios Hermanos Escolásticos formaban parte de la coral y el que éstas líneas escribe hacía de organista Terminada la misa salimos a la calle y oímos a unos sujetos mal trajeados, con una enorme visera sobre las narices, un pañolón rojo alrededor del cuello despechugado y armados de escopetas, los cuales se dedicaban febrilmente a la tarea de cachear a los transeúntes. Carreteras y calles del pueblo estaban vigiladas por estos "novísimos" agentes de la policía popular.
A las cinco de la tarde me llaman a la portería. Abro la puerta que da a la calle y veo en semicírculo a unos quince individuos trajeados y equipados como los del cacheo de la mañana. De entre ellos se destaca el aguacil del Ayuntamiento con un papelucho donde se nos conmina a entregar inmediatamente las armas que tengamos; caso de no hacerlo, se nos aplicaría la ley con todo rigor. Les digo que nosotros no tenemos armas de ninguna clase y se van.
Son la siete en punto de la tarde. Llaman a la portería, Cuando llego ya está el vestíbulo atestado de milicianos, los unos con escopetas, los otros con fusiles, éstos con pistolas, aquellos con revólver.
Me dicen que vienen a hacer un registro.
- ¿Y quién los autoriza a ustedes para ello?, pregunto.
- Traemos el permiso del alcalde, me dicen.
Y me presentan otro papel firmado por yo no sé quien. Comprendo que es inútil hacer más averiguaciones sobre la legitimidad del documento, y me limito a decirles:
- Miren ustedes; en esta casa no hay armas; mas yo me temo que a alguno de ustedes se le quede olvidada o no olvidada alguna de las que traen consigo, y tengamos algún disgusto. Comprenden mi alusión intencionada y contestan:
- No tema usted; aquí todos somos caballeros.
Mientras pasan al jardín, que unos cuantos toman estratégicamente, me dice uno:
- Mejor sería que ustedes entregasen las armas y acabaríamos antes
- Ya les tengo dicho que nosotros no tenemos armas - le replico yo.
Ya está aquel tropel de milicianos al pie de la escalera que da acceso a los diversos pisos de la casa.
- Que salgan todos, grita uno de los más avisados.
La comunidad acababa de reunirse en la capilla para la oración de la
tarde.
Ya están todos en el jardín.
- ¿Cuántos son ustedes? - me preguntan.
- No sé el número exacto.
- ¡Cómo no va a saber usted el número exacto!
- Pues no lo sé.
Se indignaron. Al cabo de varios recuentos resultó que éramos 40. Comenzó el cacheo: tijeras y pequeñas navajas son las primicias del botín que pocos días más tarde habrán de hacer aquellos invasores
Una vez cacheados los recluyen en una habitación con centinelas de vista. Yo tengo el honor de acompañarlos en el registro que se hace escrupulosamente al principio. Entre aquellos milicianos hay mozalbetes de 16 a 18 años que van curioseándolo todo: hasta las más diminutas cajitas que encuentran en los pupitres de los Escolásticos
Suben a los dormitorios y revuelven las mantas y sacuden detenidamente los colchones. Las horas se pasan. Aquellos "inquisidores de armas" comienzan a aburrirse y quieren dar por terminada su faena. Hay algunos, sin embargo, que no se resignan a irse sin dar con el arsenal de armas que, según es opinión entre alguna gente maliciosa del pueblo, tenemos escondido en el convento.
Uno se fija en unas grandes cajas hacinadas en un pasillo del interior y grita:
- ¿Qué hay dentro de esas cajas?
- Libros
- ¿Libros empaquetados?
- Sí, señor, Son libros de una obra que se titula "En los Hielos Polares”; Están empaquetados porque empaquetados han venido de la imprenta.
- Las cajas pesan mucho
- Es que el papel también pesa
- Hay que abrir las cajas.
- Si usted se empeña...
Íbamos a hacerlo cuando el jefe de la banda conductor de autos de una de las compañías Pozuelo - Madrid, se acerca y dice:
- Basta ya; no hay por qué molestar más a estos señores
Se fueron todos. No bien idos, nos pareció oportuno dar una vuelta por el jardín, temerosos de que alguien se hubiese quedado oculto al amparo de la oscuridad. Asegurados que nadie se había quedado, nos fuimos a cenar. Serían cerca de las diez.
Día 20. - Rendición del cuartel de la Montaña
Los cañonazos y los estallidos de las bombas de aviación, que pronto rompieron el silencio de aquella mañana trágica, nos dieron a entender que la lucha había comenzado en Madrid.
Conforme adelantaba el día, aumentaba el fragor de aquellos instrumentos de muerte. A las once enmudeció el cañón y la aviación cesó de evolucionar sobre Madrid. Unión Radio alborozada lanzaba a los cuatro vientos la noticia del triunfo del pueblo sobre los militares sublevados.
El cuartel de la Montaña, bombardeado sin piedad por la aviación roja de Cuatro Vientos y asediado por los milicianos en masa de la capital, se había rendido. La matanza de jefes y oficiales fue espantosa. Madrid quedaba definitivamente por la España marxista.
Y comenzaron los registros domiciliarios, los asaltos a mano armada a las casas particulares, el arrancar a gentes pacíficas de la cama, pues para asegurar mejor el golpe escogían las altas horas de la noche, el hacer subir a las víctimas al auto fatídico y llevarlas a asesinar a las afueras de la ciudad: la Casa de Campo, la Moncloa, la Pradera de San Isidro, la China, carreteras de Fuencarral, de la Coruña, de Extremadura, de Toledo. ¿Cuántos cadáveres aparecieron tendidos por aquellos sitios en los primeros meses de julio, agosto y septiembre? ¿30.000? ¿ 40.000? Y Probablemente nos quedamos cortos.
Los días 20 y 21 fueron para nosotros de calma relativa.
El día 21 se apresuraron algunos comerciantes a presentar sus facturas para el cobro inmediato, pues habían oído decir por el pueblo que nos iban a echar del convento para incautarse de él y convertirlo en Casa del Pueblo.
Este sujeto, herrero de profesión, prototipo del perfecto revolucionario.
Día 22. - Incautación de la casa
Dice el refrán que cuando el río suena, agua lleva. Se rumoreaba que iban a hacer de nuestro convento la Casa del Pueblo. ¿Lo llevarían a efecto?.
Serían las tres de la tarde del día 22 cuando oímos ruido inusitado de autos alrededor de la casa. Al mismo tiempo percibimos pasos precipitados de gente que subía hacia la portería.
Suena el timbre y, al poco rato, se me presenta en mi cuarto, pálido como la cera y temblando de pies a cabeza, el Hermano Marcelino, quien con voz entrecortada me dice:
- Ya están ahí.
- ¿Quiénes están ahí? - le digo yo por decirle algo, pues bien me sospechaba quiénes serían.
- Ellos, los de la Estación, con Porras a la cabeza.
Bajo la escalera y en el pasillo que da al jardín me encuentro con una turbamulta armada de fusiles, escopetas, pistolas y revólveres.
Con su fusil al hombro se me adelanta Porras, el cual me dice:
- Vengo a tomar posesión de este edificio en nombre del pueblo.
Confieso que la noticia me sorprendió. Yo no había creído que habían de cogernos tan de sopetón en la ratonera. La casa era posesión de una sociedad norteamericana, y abrigaba la esperanza de que habrían de respetarla.
Me apresuro, pues, a decirle a Porras:
- Le advierto que este edificio es posesión de los Estados Unidos. El P. Superior, cuando llegue, se lo notificará oficialmente.
- No hace falta - me contesta. Tengo bien meditado el golpe; ya le tengo dicho; este edificio es del pueblo: que bajen todos.
Comienzan a bajar del dormitorio, donde estaban echando la siesta, los Hermanos Escolásticos; siguen los Hermanos Conversos Bocos, Marcelino y Eleuterio; por fin los Padres Leal, Pérez y Vega.
- Que entren todos aquí, dice uno bajo, moreno, de largas patillas, que acariciaba una pistola al cinto.
Ya están todos allí, apretados en el pequeño recibidor.
- Ahora, dice el de las patillas, mirando todos contra la pared.
Yo que veo aquella escena: a los nuestros cara a la pared, me temo que haya llegado la hora del degüello general. Corro hacia Porras que está dictando órdenes a los suyos en el pasillo y le digo:
- Oiga, Porras, ¿qué va a pasar aquí?
- Nada, nada, contesta él muy frío; aquí no pasará nada.
Mas el susto fue tremendo. Era, sin duda, lo que pretendía el de las patillas, meternos el susto en el cuerpo. Luego dijo:
- Cachearlos a todos.
Por segunda vez aquellos desalmados volvieron a sepultar sus mugrientas manos en los bolsillos de los Escolásticos.
Terminado el cacheo se notificó a la comunidad que quedaba detenida y que hasta nueva orden no podría salir del recibidor en que se hallaba. Por si alguno contravenía las órdenes dadas, a la puerta se colocaron unos cuantos milicianos armados
Los demás sin pérdida de tiempo subieron hacia los pisos de arriba. Desde nuestro encierro percibíamos todos las fuertes pisadas de aquellos intrusos que, según más tarde comprobamos, andaban recorriendo toda la casa buscando las habitaciones más confortables para instalar en ellas las oficinas de la Casa del Pueblo.
Había tres hermosos cuartos en el piso principal. Eran los cuartos de los Padres profesores. Cuando yo pude subir al mío vi un cartelón que decía: “U. G. T.”; a la puerta del cuarto de enfrente otro cartelón: “C. N. T.”; y a la puerta del tercer cuarto esta inscripción: “Izquierda Republicana”.
Los milicianos andaban, a la sazón, por cuartos y pasillos retirando cuadros y crucifijos. Cuando pasé yo un mozalbete arrojó uno desde lo alto de la escalera en que estaba subido, diciendo:
- Ahí va eso. El crucifijo se hizo añicos sobre el suelo, que era de baldosín.
El convento comunica con la carretera por un portón de hierro. Este portón lo habíamos cerrado nosotros abriendo la portería sobre una calle apartada y silenciosa. Porras había de utilizar el portón como entrada principal a su magnífica residencia. Me pide la llave del portón. Instintivamente hago un gesto de resistencia. Mas él me grita con la autoridad que una revolución confiere:
- Ya he dicho que el dueño de la casa soy yo. Vengan todas las llaves al momento. Las entregué con llavero y todo.
En el momento de exigirme las llaves se le acerca a Porras el P, Superior y le advierte que la casa es propiedad extranjera.
- A mí me tiene eso sin cuidado, contesta. Aquí, donde me ve, yo no tengo responsabilidad ninguna de mis actos.
Comprendimos que con juristas como éste no había más que ver, oír y callar... y esperar con ansiedad el resultado de aquellos preámbulos, muy poco tranquilizadores, por cierto.
Estábamos en pleno mes de julio, la época más calurosa del año en Madrid. Los pobrecitos hacinados en el recibidor se asfixiaban. Al cabo de unas horas se les autoriza a salir a la huerta. Algunos Escolásticos se dedican a regar por última vez las flores y los árboles.
Son las cinco de la tarde, y un ruido que se hace cada vez más denso, según se va acercando, nos sobrecoge.. Es una oleada de gente que viene por la carretera vociferando.
Ya han llegado junto al convento. Se oyen voces femeninas. Creímos, por un momento, que la casa se nos iba a llenar de mujeres. Afortunadamente no fue así. Al pretender éstas entrar por el portón de hierro, abierto ya de par en par, los milicianos las contuvieron.
- Vosotras no podéis subir, oímos que les decían.
Se adelantaron entonces los hombres portadores de una enorme bandera roja. Venían con el puño en alto y gritando: Comunismo sí, fascismo no; comunismo sí, fascismo no.
Pasaron por entre nosotros, que contemplábamos la escena con asco y vergüenza infinita, y entraron en son de triunfo escaleras arriba con la bandera roja.
Se nos imaginó que iban a colocarla en alguna ventana de la capilla. Momentos más tarde ondeaba la bandera roja en una ventana del dormitorio, que da a la carretera. Ya estaba enarbolada la insignia comunista en el convento de los Padres Oblatos.
Sucede, a menudo, que en esta vida lo cómico va unido a lo trágico. Entre los portadores de la insignia comunista vimos al jefe de la estafeta de correos, medio amigo nuestro, quien al pasar junto a nosotros nos saludó furtivamente, quitándose la boina.
También apareció, en aquel acto, el médico de la localidad, asesor jurídico e instigador de todas las fechorías del elemento obrero en la Estación de Pozuelo.
Este D. Jesús Ramírez había sido somatenista con al Dictadura de Primo de Rivera. Caída la Monarquía en 1931, se hizo republicano de Azaña. En cierto bar presidía las reuniones de los elementos levantiscos. No se comprende cómo los obreros se dejaban conducir por un sujeto que se había enriquecido a costa del pobre y que en el ejercicio de su profesión no hacía nada si no le pagaban, aunque el enfermo o el herido se estuviesen muriendo.
Cuando Gil Robles adquirió la preponderancia política que parecía asegurarle la dirección de la nación, D. Jesús Ramírez pensó seriamente en hacerse de la CEDA. Mas habiendo triunfado el Frente Popular en las elecciones de febrero del 36, D. Ramiro tornó a sus tertulias del “Bar Venancio”.
En Pozuelo, (…) el principal responsable de todas las atrocidades cometidas allí por los rojos, es ese médico, que saliéndose de la esfera de sus actividades profesionales, se dedicó a envenenar la mente y el corazón de unos obreros ignorantes. Que no le valga la flamante camisa azul con las flechas que a estas horas, sin duda, tiene preparada para recibir a las tropas de Franco, cuando éstas entren en Madrid.
Hubo un instante, aquella tarde, en que el R. P. Superior le preguntó ingenuamente al de las patillas cual iba a ser nuestra situación en aquella casa, invadida por los rojos.
Guerrero, así se llamaba el interrogado, le contestó sin vacilar:
- Usted sigue siendo el Superior de su comunidad, ahora que este superior queda supeditado a otro superior que es Porras. Nos sentimos orgullosos y satisfechos al saber que el herrero Porras había sido nombrado nuestro Provincial...
Porras, por su parte, no se mostró remiso en el uso de su autoridad. Llamó al Hermano cocinero y le dijo textualmente:
- Usted seguirá alimentando a la comunidad, como siempre; afortunadamente hay víveres en abundancia. Mas el día que estos escaseen, a quienes primero tendrá que atender será a los míos, aunque éstos – señalándonos a nosotros – se mueran de inanición.
Llegó la hora de la cena. Consistió ésta en unas lentejas. El comedor estaba tomado militarmente. Cuatro milicianos con sendas escopetas estaban de plantón delante de la habitación, y el de las patillas se paseaba sonriente de una mesa a otra acariciando siempre su pistolita.
La cena fue breve y silenciosa. Nos retiraron los cuchillos inmediatamente. ¡Ah, los cuchillos!. No bien entraron en casa , su principal preocupación fue poner a buen recaudo los cuchillos, que sólo nos entregaban a las horas de comer.
Salimos a tomar el fresco del jardín mientras los milicianos cenaban aquella noche a costa nuestra. El de las patillas, gran amigo de la igualdad, como revolucionario auténtico, entró en la cocina y dándole palmaditas en la espalda al Hermano cocinero, le sonsacó unas patatas fritas, una tortillita a la francesa, postre y café.
Iba a ser la primera noche que pasábamos en tan grata compañía. Nuestros carceleros fueron en extremo generosos. A los Hermanos Escolásticos les permitieron subir a sus dormitorios; a los Padres nos autorizaron también para dormir en nuestros respectivos cuartos. Mas a todos nos prohibieron abrir las ventanas, amenazándonos con disparar si se contravenían las órdenes.
Velando el sueño de los Escolásticos quedaron unos cuantos milicianos, fusil al hombro, paseándose por los dormitorios.
¿Dormir? ¿Quién dormía con las emociones de aquella tarde y la consiguiente excitación de nervios? ¿Quién dormía, además, teniendo dentro de la casa a aquellas personas que no sabíamos lo que pedían tramar a favor de las sombras de la noche? Me tiré vestido sobre la cama, atento al menor ruido que pudiera percibir. Abajo los milicianos hablaban estrepitosamente; los autos llegaban y partían incesantemente atronando con sus bocinazos. Horas largas... interminables. Y la idea siempre fija como un cuchillo clavado en el corazón. ¿Qué podría pasar allí antes de que brillara el sol del nuevo día?
Por fin comenzó a clarear el día 23. Me echo de aquella cama, verdadero lecho de agonía, salgo al pasillo y le digo al miliciano que voy al water.
Pretextando mi oficio de ecónomo, bajo a la cocina. Los milicianos se habían puesto a hacer café en vista sin duda, de la buena provisión que encontraron en la despensa.
Cuando subo a mi cuarto ya la comunidad se dispone a entrar en la capilla para hacer la oración de la mañana. ¡Qué meditación aquella! No juzgamos conveniente celebrar la santa misa en presencia de aquellos hombres armados. El R. P. Superior nos distribuyó la sagrada comunión, repartiendo varias formas a cada uno hasta vaciar el copón. Privados del amigo divino sentimos más intensamente nuestra soledad y desamparo. El P. Superior, de regreso a la sacristía, prorrumpió en sollozos. Hice lo posible por tranquilizarle mas él, no sé si presintiendo la tragedia que se acercaba, no cesaba de gemir y decía:
- ¿Qué será de esta casa ahora sobre todo que no tenemos el Señor con nosotros?
Recluidos en nuestro convento y en poder de los milicianos nuestra radio, estábamos ignorantes de lo que pasaba en el pueblo, cuanto más de lo que pudiera pasar en el resto de España.
En la mañana de este día 23 comenzamos a oír los disparos de la artillería en la sierra del Guadarrama. Hacia la sierra volaban los aparatos de Cuatro Vientos; y cuando éstos pasaban sobre nuestras cabezas, decían los milicianos:
- Ahí van los nuestros con caramelos para los fascistas. Al verlos regresar decían alborozados:
- Estos ya soltaron la merienda.
Llegó la hora de comer. Concluida que fue la comida nos mandan que retiremos del comedor las mesas y las sillas y que bajemos los colchones y las mantas porque en adelante ya nadie podrá salir de allí. ¿A qué obedecía aquel nuevo encierro?
Pronto nos enteramos cuando vimos llegar a los principales derechistas del pueblo. En pocas horas la planta baja de la casa quedó atestada de presos, entre ellos el cónsul de una república sudamericana, porque la noche anterior había captado una radio rebelde.
Llegó la noche. Relativamente tranquilos por estar todos juntos nos entregamos al sueño que estaban reclamando nuestros cansados nervios.
NOCHE DEL 23 AL 24
LOS SIETE PRIMEROS MARTIRES
La una de la madrugada sería cuando dos milicianos entran en el comedor, encienden la luz y gritan:
- ¡Daniel Gómez!
Era éste un Escolástico del primer año de Filosofía. Se lo llevan y apagan.
Pasó un largo rato; entran de nuevo; encienden y gritan:
- ¡Pascual Aláez!
Marchan con él y apagan.
Sucesivamente, a intervalos, van llamando a los Padres Juan Antonio Pérez, Vicente Blanco y José Vega.
Lo más inquietante era que los que llamaban no volvían. Cuando oí mi nombre – me llamaron el último - salí con pocas esperanzas de volver a ver a los que quedaban en el comedor.
Escoltado por los dos milicianos subo las escaleras y llego a la puerta de mí mismo cuarto. Dentro, sentado en mi silla, delante de mi escritorio, veo a Porras. A su derecha un tipazo con un fusil y a su izquierda un individuo sentado delante de una máquina de escribir. Era la presidencia de la checa. Formando semicírculo había un tropel de milicianos con escopetas y revólveres.
- Buenas noches, digo al entrar y colocándome delante de Porras.
- ¿Sabe usted – me dice él – lo que pasó aquí el día 16?
- No recuerdo.
- Pues haga usted memoria porque le va en ello la vida.
Y el de la derecha haciendo ademán de levantarse me apunta con el fusil.
- Nada recuerdo - repito – yo estaba ausente.
- ¿Cómo que estaba usted ausente?
- Sí, señor; terminaba aquel día la novena del Carmen en la parroquia. Y uno de los nuestros que había ido a oír el sermón, al volver saltó al jardín por el portón que da a la carretera. En esto, un joven que debía andar por allí observando, creyendo que sería un maleante el que había saltado, corrió a avisar a la portería. Cuando regresé de la parroquia me lo contaron.
- ¿Y usted no habló con aquel joven?
- Hablé unos momentos para darle las gracias por el interés que se había tomado y despedirle. no sé nada más de él.
- Puede usted retirarse.
Al salir de mi cuarto me acordé de que éstos eran los momentos que las checas escogían para asesinar por la espalda. Temí que pudieran hacer lo mismo conmigo.
Los milicianos me encerraron en una gran sala contigua donde se encontraban ya los Padres Blanco y Vega. Comenzamos a cambiar impresiones sobre lo ocurrido, pero enseguida nos mandan bajar. Detrás de nosotros venían el P. Pérez y los Hermanos Gómez y Aláez, que, después del interrogatorio, habían estado incomunicados.
Una vez en el comedor nos ordenan vestirnos de paisano. Pocos teníamos traje. Y así, muchos se quedaron en mangas de camisa con unos detestables pantalones.
Ahora pónganse todos en fila a lo largo del pasillo. Y comenzó el cacheo por tercera vez.
El P. Ecónomo llevaba el poco dinero que había en casa, 950 pesetas en billetes. El que le cacheaba cogió aquella cantidad y se la entregó a Porras. Este se presenta a poco con un recibo que decía así: “Los Padres Oblatos de Pozuelo hacen un donativo de 950 pesetas a las milicias de Pozuelo”.
Concluido el cacheo, dice Porras:
- Vayan saliendo según se les nombre:
Juan Antonio Pérez Mayo,
Pascual Aláez Medina,
Cecilio Vega Domínguez,
Francisco Polvorinos Gómez,
Manuel Gutiérrez Martín,
Justo González Lorente,
Juan Pedro Cotillo Fernández,
Cándido Castán San José.
Este Cándido Castán era un empleado del Ferrocarril del Norte, exconcejal de la Dictadura, jefe en otro tiempo de los obreros católicos.
Los instalaron en dos autos y se los llevaron. Serían las tres de la madrugada del día 24.
Por el misterio con que se llevó a cabo la formación de la lista; por la hora en que se los llevaron; por las frases sueltas que oímos aquella mañana a los milicianos y por las respuestas evasivas que éstos dieron al preguntarles por nuestros compañeros, comprendimos que habían caído para siempre.
Creímos que nos llevarían a todos por grupos; pero, con gran sorpresa nuestra, nos volvieron a encerrar en el comedor.
Siempre nos hemos preguntado por qué nos obligaron a todos a vestirnos de paisano; por qué nos pusieron en fila. ¿Es que habían decidido matarnos a todos y a última hora no se atrevieron a derramar tanta sangre? ¿Es que quisieron darnos otro susto?. Quizás lo ignoremos siempre.
Cuando nos vimos de nuevo tirados en nuestros colchones, nos dedicamos a reconstruir aquella escena cuya trama ignorábamos.
A media mañana llegó a vernos el alcalde del pueblo. Al entrar en el comedor nos dice:
- Estén ustedes tranquilos: aquí no pasará nada.
- ¿No pasará nada y ya nos han llevado a siete esta noche?
- ¿Que les han llevado a siete?
- Sí, señor.
El alcalde lo ignoraba. Salió inmediatamente y se fue a hablar con Porras, que hacía poco había vuelto a asomar por allí.
La entrevista fue corta y vimos cómo el alcalde se retiraba vencido, dejando el campo libre al que hasta entonces había sido el árbitro de nuestra suerte.
Son las doce y comenzamos a comer. No habíamos acabado cuando irrumpen en la habitación unos fornidos Guardias de Asalto, que preguntan:
- ¿Son estos los detenidos?
- Sí, éstos son, le contestan.
Entonces, nos dicen a nosotros:
- Sigan, sigan comiendo tranquilamente.
A la verdad que la aparición de aquellos nuevos personajes no nos ofrecía garantía alguna de tranquilidad. Y, sin embargo, serían ellos quienes nos habían de arrancar de las garras de nuestros verdugos de Pozuelo.
Terminada rápidamente la comida y pasado el tiempo preciso para que los guardias tomasen algo, nos mandan desalojar.
Hubo absoluciones y hubo también lágrimas. Salimos con nuestra cruz de Oblatos: queríamos morir abrazados a ella.
Desde el pasillo que da al jardín, delante de la casa, se veía estacionado un enorme camión y nos ordenan que nos sentemos en el entarimado de modo que nadie nos pueda ver de fuera. Vamos materialmente prensados: somos 33.
Cuatro guardias de asalto están a los cuatro ángulos del camión con sus fusiles. Los milicianos, en el jardín, en la terraza y en las ventanas de la casa, entonan la Internacional con el puño en alto. Al entrar en la carretera echamos nuestra última mirada al convento: en lo más alto ondea la enorme bandera comunista.
El camión coge la carretera de Aravaca; los guardias responden a los saludos que les hacen con el puño en alto.
¿Cuál sería el lugar de nuestro sacrificio? Esta era nuestra constante preocupación. Entramos en la carretera de la Coruña y comenzamos a bajar la Cuesta de las Perdices.
Nos matarían, sin duda, a orillas del Manzanares. Mas, pasamos el río y, al llegar a Puerta de Hierro, el camión tuerce a la izquierda, dirección de la cárcel Modelo.
¿Nos llevarían a la cárcel?
Pero no. Pasamos por delante de la cárcel sin detenernos. Ya estamos en la Plaza de España y el camión enfila la Gran Vía. Minutos después estamos a la puerta de la Dirección General de Seguridad.
Bajamos del camión. Había allí mucha gente arremolinada. Según íbamos entrando en el edificio oíamos que decían:
- ¡Cómo huelen a cera estos tíos!
Nos toman la filiación y seguidamente pasamos a los calabozos. Estaba abarrotados y continuamente entraban más y más detenidos.
Allí había alegría y entusiasmo.
- Mañana, decían algunos muy convencidos, llega Mola y habrá misa de campaña en la Castellana.
Nos contagiamos de aquel optimismo, y, los que poco antes habíamos hecho el sacrificio de nuestra vida, comenzamos a sentir de nuevo ansias de vivir para disfrutar del triunfo próximo...
Por la noche probamos por primera vez el rancho de la cárcel: unas lentejas con un trozo de pan. No fue posible dormir. No había sitio donde tirarse.
Amaneció el 25, sábado, fiesta de Santiago Patrón de España. Mola no había llegado.
Comenzaron las listas. Nosotros fuimos saliendo por grupos. Nos ponían en libertad, pero ¿a dónde íbamos?
En las calles pululaban los temibles milicianos. Estábamos sin documentación.
Formando cola estuvimos casi toda la mañana a la puerta de una de las oficinas de Seguridad, esperando que nos dieran un salvoconducto para circular por la calle. Por fin nos dicen que no se despachan salvoconductos. Y entonces comenzaron las horas angustiosas para encontrar morada.
Dios quiso que, al llegar la noche, unos aquí, otros allá, todos pudiésemos dormir bajo techado.
Desde aquel día 25 de julio, hasta el mes de octubre, en que nos volverán a coger a casi todos, ¡cuántas veces hubimos de cambiar de domicilio!, ¡cuántas veces llegó la noche y no sabíamos a qué puerta llamar!, porque ni en las fondas nos recibían sabiendo que éramos religiosos, temerosos sus dueños de comprometerse.
EL CALVARIO DEL ESCOLASTICADO DE POZUELO
2ª. Parte
Diego de León
Nuestra residencia de Madrid, Diego de León, 32 (36 bis ahora), fue sometida al consabido registro de los milicianos poco antes de estallar el movimiento. Algunos de ellos le dijeron al Padre Martín:
- Conste que no nos hemos pringado. Nosotros no somos como los jóvenes de acción Católica. ¡Estos sí que se hubiesen pringado!
Ellos... se resignaron a llevarse la miseria de 35 pesetas que encontraron en el escritorio del Padre Martín.
La casa de Madrid sirvió de refugio por algún tiempo a varios supervivientes de Pozuelo. Aunque parezca increíble, nadie nos molestó allí, hasta el domingo, 9 de agosto.
Ese día, a las once y media de la mañana, sonó la campanilla de la portería. Un nutrido grupo de maestros laicos, armados de pistolas, irrumpió en el jardín y nos invitó cortésmente a abandonar el local. Como el R. P. Esteban se quejara de la arbitrariedad de aquella medida, siendo así que nosotros éramos ciudadanos pacíficos, ellos le contestaron:
- Creemos que ustedes no se han metido en nada, pero muchos curas y frailes sí se han metido; y es lo que pasa: los unos pagan por los otros.
Nos autorizaron a sacar las cosas de aseo personal , mas nos advirtieron que no podíamos llevarnos cantidades considerables de dinero. Por si acaso, nos cachearon al salir.
Al fin y al cabo tuvimos suerte. Tuvimos suerte porque nos habíamos pasado allí desde el 25 de julio, día en que salimos de los calabozos de la Dirección de Seguridad, hasta el 9 de agosto. Claro está que viviendo en una comunidad religiosa estuvimos expuestos constantemente a que viniesen por nosotros los asesinos de la FAI, nos empujasen al camión y nos pegasen cuatro tiros en las afueras de Madrid. Pero no vinieron.
Tuvimos suerte además, porque si bien nos echaron de nuevo a la calle, lo hicieron con mucha pulcritud aquellos maestros laicos que, si eran izquierdistas, no eran matones.
Al marchar dejamos a los nuevos propietarios ocupados en colocar sobre la tapia del jardín un enorme trapo con esta inscripción: “Incautado por el Ministerio de Bellas Artes”.
Nosotros nos fuimos por distintos sitios en busca de albergue y de almas caritativas que nos diesen de comer de limosna.
Paso por alto los días aquellos que estuvimos ocultos en casas particulares o en pensiones. Cada vez que sonaba el timbre de la casa era como si se nos aplicase una corriente eléctrica. ¿Quién habría llamado? ¿Serían ellos, los milicianos? Cada auto que se aproximaba era otro vuelco del corazón, que no recobraba su ritmo normal hasta que el coche se alejaba. Y esta angustia, y este susto y esta zozobra era constantes, de día y de noche, en aquellos agitados meses de agosto y setiembre.
Octubre. A la caza de “la quinta columna”
A medida que las tropas nacionales en su empuje arrollador desde Cádiz se acercaban a la capital, los periódicos, la radio y los oradores en sus mítines no se cansaban de pedir la depuración más escrupulosa de la retaguardia. Había que acabar con los componentes de “la quinta columna.”
Parece que un día le preguntaron al invicto general Mola qué columna habría de tomar Madrid. Y dicen que el general hubo de contestar:
- La quinta columna.
- ¿Y qué columna es esa?
- Los muchos amigos nuestros que tenemos dentro de la ciudad.
¿Fueron ciertas estas declaraciones de Mola? ¿Fue, por el contrario, - y esto es lo más probable -, una maligna atribución con el fin avieso de justificar las medidas de rigor que iban a emplear aquellos profesionales del crimen?
Lo cierto es que al comenzar el mes de octubre se inició una campaña rabiosa contra “la quinta columna”. Un Ministro de Gobernación, por nombre Angel Galarza, conocido ya años atrás como inventor de fantásticas conspiraciones, se dedicó a organizar las famosas “milicias de depuración”. ¿Cuántos miles de hombres movilizaría, pues siendo Madrid lo que es, en menos de cuatro días aquellas milicias se metieron por todos los rincones de la ciudad?. Los días 14 y 15 fueron el derroche de los registros domiciliarios. Casa por casa, piso por piso, habitación por habitación, iban dando caza a los presuntos componentes de malhadada “quinta columna”.
El día 15, muy de mañana, llega a la pensión donde yo estaba, el P. Esteban y me dice:
- Malas noticias.
- ¿Qué ocurre?
- Anoche se llevaron a todos los escolásticos que estaban con el P. Blanco.
- ¿Y dónde los han llevado?
- Parece que están en la Comisaría.
La una de la tarde sería cuando llega la policía a nuestra pensión y exige la documentación de todos los hombres. Conmigo se hallaba el P. Martín.
Después de un molesto interrogatorio, la policía optó por marcharse; pero no iba satisfecha. A la legua se veía.
Creímos que la tormenta se había alejado. Pero a las once de la noche vimos subir las escaleras de la pensión al mismo policía de la mañana, acompañado, esta vez, de más de diez . Comprendimos sus intenciones. Venía a llevarnos. Éramos ”la quinta columna”, a la vista estaba. Gente huida de sus pueblos por temor a los desmanes de los tiranuelos locales. Y allí estábamos todos en la pensión sin un solo carnet sindical; varios hasta sin cédula.
Encarándose con el P. Martín y conmigo nos dice el policía:
- Ya sé que son ustedes religiosos
Yo le dije que, efectivamente, éramos religiosos. Y que, si estábamos allí, era porque nos habían arrojado de nuestras casas respectivas y en algún sitio había que recogerse.
El policía, entonces, cínicamente nos dice:
- Nada, si es así, ustedes van conmigo a la Comisaría, declaran lo que ha pasado y a la media hora están de vuelta.
Nos sonreímos escépticos. La media hora aquella debía convertirse en seis meses de cárcel. Y, gracias, porque pudo acabar de muy distinta manera.
La Cárcel Modelo
Salimos de la pensión custodiados por aquella tropa. La ciudad estaba oscura como boca de lobo. Ya hacía cerca de un mes que se apagaban todas las luces por temor a la aviación de los nacionales. Nos llevaban a pie en dirección de la Comisaría del Congreso.
Como alguno intente escaparse, dijo un individuo, le doy el paseo en el acto. Alumbrados por la débil luz de una lámpara eléctrica de los policías llegamos a la Comisaría a las doce de la noche.
El policía, que nos había detenido, nos presentó un documento para que lo firmásemos: era la declaración que le habíamos hecho en la pensión en la primera visita.
Estampamos nuestra firma; el policía entregó el papel al jefe de la oficina y desapareció.
Nos bajaron a los calabozos. Allí no se podía dar un paso: tal era el número de detenidos.
Pasamos toda la noche de pie, apretados unos contra otros. No había sitio material para sentarse, y, a intervalos, iba entrando más y más gente.. Entre ésta, llegó uno con un enorme brazalete de la bandera republicana. Al verle un detenido, que se decía de la CNT, le dijo con mucha gracia:
- Amigo, ¿qué hubiese sido si te agarran con la bandera monárquica?
Teníamos pocas ganas de reír, pero creo que reímos casi todos.
Ya por la mañana comenzaron a salir detenidos y se pudo estar con cierto desahogo. Serían las ocho cuando veo entrar por la puerta del calabozo a una cara conocida: era el Hermano Eleuterio Prado. Venía sonriente, como joven que era y no había adivinado la tragedia que había comenzado.
Detrás de él, otras caras conocidas: el Hermano Publio Rodríguez y el Hermano Angel Villalba. Comprendimos que los Oblatos refugiados con el P. Esteban en la pensión de San Jerónimo había sido detenidos igualmente. Preguntamos por los demás y nos dijeron que allí estaban todos en distintos departamentos.
A las dos de la tarde comimos con buen apetito las viandas que nos mandaron de la pensión donde habíamos estado. Los detenidos iban saliendo por grupos: a nosotros nos tocó el turno a las cuatro de la tarde. Preguntamos a dónde nos llevaban y nos dijeron que a la cárcel Modelo.
Nos metieron en un coche celular y poco después estábamos efectivamente donde nos habían dicho. Nos encerraron en un calabozo provisional de la planta baja. En las paredes había inscripciones para todos los gustos: U. H. P., Viva el Comunismo, Viva la FAI, la Flechas y el Yugo, Viva Falange Española, Viva la JAP... Por allí habían pasado sucesivamente, según los vaivenes de la política, gentes de opuestas ideologías.
Pasaban las horas y seguíamos enchironados. Por fin se abre la puerta y nos mandan poner en fila en un pasillo contiguo. Comenzó el cacheo. Nos quitaron todo lo que llevábamos en los bolsillos: tijeras, navajas, hojas de afeitar, jabón, brocha, medallas, rosarios y dinero.
En sustitución del dinero nos dieron un comprobante de haber depositado en la dirección de la cárcel la cantidad que teníamos. Días más tarde nos pasaron unas tarjetas o vales: los había de distintos colores, según que fuesen de una, de dos o de cinco pesetas.
Terminado el cacheo nos sometieron a una serie de formalidades sin fin. Nos tomaron la filiación en un sitio; en otro las huellas dactilares: los cinco dedos de la mano. Aquello no acababa nunca. Serían las ocho de la noche cuando en fila doble nos condujeron a la galería que nos estaba destinada. Era ésta la quinta. La habían vaciado el día anterior.
De las cinco galerías o pabellones, que componen la cárcel Modelo, la quinta estuvo, en tiempos normales, reservada a los vagos y maleantes. Ahora se iba a llenar en menos de dos días con los presuntos componentes de “la quinta columna”.
Nos distribuyeron por celdas. En estas celdas individuales debían entrar, como fuese, cuando menos cinco individuos. En algunas había seis y siete; y yo vi algunas de doce.
¿Cómo estaríamos allí cuando la celda no medía más de cuatro metros de larga por tres escasos de ancha?
El confort de la celda no podía ser más rudimentario: las cuatro paredes mal encaladas con nidos abundantes de chinches; también había agujeros por donde asomaban los ratones; una mesita mugrienta adosada a la pared y unos hierros desnudos, sin jergón, que simulaban un catre; por fin, el piso de cemento.
En Madrid las noches de Octubre suelen ser ya muy frías; cuando menos aquel año lo eran. Las tres primeras noches sufrimos terriblemente del frío. No teníamos ni una sola manta. Mis compañeros, cuando menos habían traído consigo sendos abrigos. Yo tardé quince días en tener uno. Por cierto que se lo mandaron las Hermanas de la Sagrada Familia al Padre Esteban, y éste muy amablemente me lo cedió a mí, porque decía que él no lo necesitaba. A mí, he de confesarlo, me hizo aquel abrigo un servicio magnífico, los seis meses que estuve en la cárcel.
Hay que pasar por malos trances para saber la resistencia física del hombre. Tres noches nos pasamos sin pegar los ojos. Y no es que no tuviéramos sueño; pero el frío no nos dejaba dormir ¿Quién se tiraba sobre aquel cemento helado? ¿Quién se acostaba sobre aquel catre desnudo?. Ni estar sentado sobre él pude yo más de tres minutos seguidos porque el frío de los hierros me entraba por las carnes. No había otro remedio que pasearse por la celda las horas largas de la noche, oyendo el reloj de la perfumería Gal dar las horas en aquel silencio abrumador.
Al cuarto día comenzaron a llegarnos las mantas y colchones que enviaban las familias. A nosotros nos mandaron de la pensión una manta y una almohada. Poco era, pero ya era algo. Un Padre dominico, compañero de celda, me ofreció la mitad de su colchón. Estrecho y delgado era, pero nos preservaba de la dureza y frío del cemento.
No todas las ventanas tenían cristales. El P. Martín, con cuatro Hermanos Escolásticos, se pasó todo el mes de la Modelo en una celda sin cristales. Como al principio no tenían mantas, por la noche se apretaban los unos contra los otros en medio de la celda para no helarse de frío. A través de la mirilla acertó a verlos un miliciano; intrigado por aquel corrillo, entró y preguntó qué pasaba. Compadecido de ellos les trajo unas mantas diciendo que aquello no podía tolerarse
Cuando bajamos al patio el día 1, nos encontramos en él la casi totalidad de los supervivientes de Pozuelo. Al vernos con el Padre Vega creímos encontrarnos con un resucitado. Este Padre, al salir de la Dirección de Seguridad, el 25 de julio, se había ocultado en una pensión cuya dueña tenía una hija significada comunista. Estaba, pues, allí, al abrigo de todo registro policíaco. Pero ,en su afán de servir y visitar a los oblatos, se dedicó a corretear por Madrid. Esto le perdió. Un día fue reconocido por una criada de Pozuelo, la cual corrió a dar parte del descubrimiento a las milicias de Pozuelo. Porras se presentó en el acto.
Una mañana, cuando éste salía de la pensión, le detuvieron. Después de retenerle largas horas en un cuartelillo de milicias, le llevaron a la checa de Fomento. De la acusación se encargaba Porras.
El Padre Vega se aventuró a decirles a los de la checa:
- Si ustedes hacen caso a este señor, estoy perdido. Sé que me odia y quiere mi muerte.
- Aquí, le contestaron los del tribunal, este señor tendrá que probar cuanto afirme; además, nosotros, hasta ahora, no hemos considerado como crimen el ser religioso.
Esta última afirmación, hecha por unos hombres que habían asesinado a tantos sacerdotes y religiosos, era el colmo del cinismo. Pero, en fin, el Padre Vega se libró, por el momento, de las garras de Porras. Le formaron proceso y le llevaron a la Modelo.
Creo que entró en la tercera galería. Pero pudimos verle porque bajaba a la cocina a pelar patatas, y, de allí, se colaba a nuestro patio. Nosotros supimos la detención del Padre Vega hacia el 10 de octubre, y como los bulos corrían a granel, nos dijeron que el Padre había sido fusilado. ¡Cuál no sería nuestra sorpresa al encontrarle en la Modelo el 16 por la mañana!
Las dos primeras semanas las pasamos relativamente tranquilos. Éramos muchos; más de mil en nuestra galería: unos seis mil en toda la cárcel; y nos decíamos que los rojos no iban a ser tan bárbaros que nos matasen en masa.
Cuando hoy pienso en aquellas ilusiones de octubre de 1936 me sonrío amargamente.
Pasaron quince y veinte días de plazo y seguíamos en la cárcel. Verdad es que las tropas de Franco se acercaron a la capital por la parte sur. Desde nuestras celdas oíamos el estampido de los cañones. Mas por el norte los nacionales seguían clavados en el Guadarrama y Somosierra.
Llegó el 1º de noviembre. El Hermano Máximo Martínez que solía bajar a la cocina como voluntario de servicio, subió a eso de las diez de la mañana a nuestra celda y nos dijo a bocajarro:
- Acaba de entrar en Madrid la columna internacional con 25.000 hombres
- Estando como está sitiado Madrid por todas partes, ¿por dónde han podido infiltrarse esos 25.000 hombres?
- Pues lo cierto es que han entrado. Yo mismo acabo de ver abajo, en la cocina, a unos soldados extranjeros, rusos, polacos, o lo que sean.
Es el caso que ya de mañana, desde nuestras celdas, habíamos oído canciones extrañas por los alrededores de la cárcel: canciones y gritos que sabían a lengua extraña.
A la una de la tarde, poco antes de la hora del rancho. (los consabidos garbanzos a mediodía y unas lentejas por la noche), oímos tropel de gentes en el patio. Prestamos atención y pudimos percibir que hablaban francés, inglés y otras lenguas desconocidas. No había duda. Lo de la columna internacional era cierto, aunque la cifra de 25.000 hombres nos parecía exagerada.
¡Qué triste se iniciaba aquel trágico mes de noviembre! Los internacionales nos comieron el rancho utilizando los platos y las cucharas de los presos. Cuando más tarde nos sirvieron las sobras, tuvimos que arreglarnos como pudimos. A quien no le faltaba el plato le faltaba la cuchara, y a algunos, la cuchara y el plato.
Creo que aún los más valientes palidecieron cuando aquellos internacionales, vestidos de kaki, con boina del mismo color, tiraron escalera arriba en dirección a nuestras celdas. No pasó nada. Subían a curiosear. Algunos, los más osados, se asomaron a la mirilla de las celdas y se contentaron con lucir todo el español que sabían: “Franco..., Mola...”, y, con gesto expresivo, se levaban el índice a la garganta haciendo ademán de segarla.
Se fueron y nos tranquilizamos. Poco después nos echaban al patio. A los pocos minutos se presentaron tres trimotores de bombardeo nacionales que, en un abrir y cerrar de ojos, soltaron varias bombas a escasa distancia de la cárcel. Se armó un barullo imponente. Todos corríamos alocados de un lado para otro temerosos de que la metralla nos alcanzase.
Pasó el susto y he de decir que la aparición de aquellos tricolores compensó abundantemente nuestro abatimiento por la visita de los internacionales. Los cuales todavía volvieron aquella noche a perturbar con el ruido de sus gruesos zapatos la calma de nuestro sueño. Venían a cenar, pero parece que no quisieron hace honor a nuestras lentejas y se marcharon, no sin antes haber “controlado” los mejores termos y las mejores mantas que para los presos habían llegado aquel día.
Amaneció el día 2. Por la noche habíamos oído fuego nutrido de fusil bastante próximo. Comenzaba la lucha en la Casa de Campo y a las ocho de la mañana entraban los primeros heridos internacionales en el hospital de urgencia que los rojos habían instalado dentro de la cárcel. Otros internacionales quedaban tendidos junto al Manzanares, alcanzados por los proyectiles fascistas.
Desde ese día la aviación nacional no cesó de evolucionar sobre el suelo madrileño. Más que bombardear pretendía, sin duda, amedrentar a los rojos haciendo alarde de poderío. Ya era tarde. Estos, apoyados por los internacionales, se aprestaban a la resistencia. Madrid, desde entonces, sigue siendo frente de combate.
Las visitas de la aviación trajeron como consecuencia la supresión de las visitas a los presos. Sin duda para que no presenciásemos el triunfo de nuestros aparatos sobre los rojos, nos tuvieron “chapados” varios días. En la jerga carcelaria “chapar” significa cerrar con llave las puertas de a celda
Uno de aquellos días los nacionales se acercaron a la Ciudad Universitaria. Desde nuestro encierro oímos el combate que duró desde la siete de la mañana hasta las siete de la tarde. Ruido ensordecedor de cañón, morteros, ametralladoras y fusiles.
Aquel nuevo avance de los nuestros debía repercutir trágicamente en la cárcel. A cualquier hora del día y, sobre todo, al oscurecer, desaparecían presos y más presos, de los que nadie volvía a saber nada. A altas horas de la noche detrás de las tapias de la cárcel, se oían frecuentes descargas. Eran compañeros nuestros a quienes había llegado la hora del sacrificio.
A cualquier hora de la noche se encendían las luces de nuestras celdas: oíamos fuertes pisadas de milicianos; rechinaba el cerrojo de una celda y de otra y de otra; y poco después... la descarga cerrada que helaba nuestras venas de espanto.
A partir del día 6 las horas de la tarde eran una continua agonía. Allá abajo, junto a la puerta de entrada a la galería, se oía el grito de alarma que paralizaba el corazón.
¡¡¡Oído!!! Ninguna palabra ha martirizado tanto el alma de los pobres presos como este vocablo fatídico de “oído”. Era el toque de atención. Pegados a la mirilla de la celda escuchábamos nerviosos. ¿Sonaría el número de nuestra celda? ¿Se oiría nuestro nombre?
Los nombrados bajaban la gran escalera de hierro con el espanto de la muerte en el rostro: sabían de sobra lo que les aguardaba.
El día 6, o tal vez el 7, desapareció de la cárcel el Padre Vega. Alguien de su galería nos dijo que había salido en libertad, mas todos sabíamos lo que aquella fórmula significaba.
El domingo, día 8, muy de mañana, advertimos mucho ir y venir de milicianos en la galería. Algo grave se está tramando. Se encendieron las luces y de pronto sonó la palabra odiosa, “¡Oído!”, Comenzó la lista. Era aterrador. Creímos que se vaciaban las celdas. ¿Cuántos desfilarían escaleras abajo? Si digo doscientos quizá me quedo corto
Hasta las ocho estuvimos entre la vida y la muerte aguardando que en aquella trágica lotería sonara nuestro nombre.
En la gran redada de aquel día cayó uno de los nuestros, el Hermano Serviliano Riaño, joven de unos 19 años, que había terminado el primer año de Teología en Pozuelo. Oímos su nombre y le vimos bajar del último piso donde estaba su celda. El pobre muchacho se acercó a la celda del Padre Martín y aplicando sus labios a la mirilla le dijo sollozando:
- Padre, deme la absolución, que me llevan.
Y bajó las escaleras y traspuso para siempre, con los compañeros de su martirio, los umbrales de la cárcel.
Esto pasaba en nuestra galería. De otras supimos que quedaron casi totalmente vacías.
¿Cuál fue la suerte de aquellos deportados? Se ignora.
Se dijo más tarde que junto a Torrejón de Ardoz habían aparecido insepultos miles de cadáveres, y que el alcalde de dicha localidad había obligado a los vecinos a abrir grandes zanjas para enterrarlos.
Transcurrió otra semana con listas y sobresaltos...
Y llegó el domingo, día 15. Sonaron muy de mañana las voces agrias de los milicianos, se encendieron las luces y resonó en el espacio la consigna ¡Oído!
Esta vez todos presagiábamos algo muy gordo por cuanto oímos la siguiente orden:
- Ábranse las puertas de todas las celdas y vayan bajando según se los nombre.
Quedaron muy pocos en la Modelo, y éstos fueron evacuados al día siguiente.
¿A qué obedecía aquel precipitado traslado? Sin duda a que los rojos temían de un momento para otro que las tropas de Franco, con un pie ya en la Ciudad Universitaria, dieran un empujón y se apoderasen de la cárcel con los presos y sus guardianes. Decidieron, pues, trasladarnos a lugares más seguros.
SAN ANTON. TRECE MARTIRES MÁS
Nos distribuyeron por las distintas cárceles de Madrid: Ventas, San Antón, Porlier. La casi totalidad de los Oblatos nos encontramos la mañana del 15 en San Antón.
Aquí no imperaba el régimen de celdas. Distribuidos por salas teníamos libertad absoluta para circular por todo el edificio y hablar con quien quisiéramos. Era una vida más llevadera.
Pronto se corrió el rumor de próximas expediciones fuera de la capital. Algunos acogieron esta noticia sin preocuparse por seguir creyendo que Madrid estaba cercado y no había resquicio por donde nos pudieran sacar.
El día 25 se constituyeron en San Antón unos cuantos tribunales de los llamados “populares”. En realidad eran checas clandestinas que iban a deshacerse de otros varios centenares de detenidos. Fuimos compareciendo todos ante aquellos jueces improvisados. El interrogatorio no pasaba de diez minutos, por lo general, y las preguntas eran, poco más o menos las mismas.
Referiré mi caso.
- ¿Qué piensa usted del movimiento militar?
- No entiendo de leyes, pero creo que es un movimiento de fuerza que se ha producido, como tantos otros, a lo largo de la historia.
- ¿Está usted dispuesto a firmar un documento donde en los términos más duros condene el movimiento militar-religioso?
- Eso de militar-religioso no lo comprendo muy bien.
- Pues está claro: este movimiento está dirigido por los militares y el clero.
- Que yo sepa el clero no ha tomado las armas, ya que le está vedado por las leyes de la Iglesia.
- Nosotros le decimos a usted que muchos curas y frailes han cogido el fusil y bien vienen arreando tiros por la Sierra.
- Confieso que lo ignoraba.
- Bueno ¿y qué piensa usted de esos curas?
- Si es cierto que esos curas han tomado las armas, creo que su misión no es precisamente ésa, sino otra muy distinta.
- ¿Estaría usted dispuesto a tomar las armas contra los enemigos del Gobierno?
- Acaban ustedes mismos de reprobar la conducta de los curas que han empuñado el fusil, y yo, que comencé confesando mi condición de sacerdote, no voy a caer en la misma falta.
- Pero el caso es distinto: ellos luchan contra el Gobierno legítimo; nosotros defendemos al verdadero Gobierno del pueblo.
- Como sacerdote no puedo tomar las armas y derramar sangre humana: me lo impiden los cánones de la Iglesia. Además, luchar de un lado o de otro siempre sería intervenir en política, cosa que le está vedado al clero.
- ¿No le parece a usted indignante que el clero haya corrompido la doctrina de Jesucristo, el primer socialista del mundo, y se haya echado en brazos del capitalismo?
- Si ha habido sacerdotes que han favorecido al rico contra los derechos del pobre, allá ellos con su responsabilidad. Yo no los conozco, y aquí sólo respondo de mis actos.
Con esto se terminó el diálogo y me mandaron retirarme.
A los seglares les hacían indefectiblemente esta pregunta:
- ¿Es usted católico?
Y en honor de la verdad he de decir que todos, sin vacilar, confesaron valientemente su fe.
Claro está que algunos, poco duchos en dialéctica y bastante incultos en religión, “patinaron” lastimosamente cuando aquellos inquisidores laicos les objetaban:
- Si usted es católico, es también fascista: porque ser católico y ser fascista es todo uno.
No todos supieron desbaratar aquel sofisma con la respuesta adecuada.
A un joven le preguntaron:
- ¿Es usted católico?
- Sí, señor.
- ¿Es usted apostólico y romano?
- No sé qué es eso.
Entonces uno del tribunal con mucho empaque le dijo:
- Pues yo que soy un albañil, voy a enseñarle a usted lo que ignora. Es apostólico y romano el que obedece al Papa de Roma. ¿Obedece usted al Papa de Roma?
- Sí, señor.
De modo que si el Papa le manda a usted tomar las armas contra la República ¿le obedecería?
- Sí, señor. Nosotros obedecemos al Papa en todo.
Cuando más tarde este joven nos refería su interrogatorio, le hicimos ver los inconvenientes de la ignorancia religiosa. Si hubiese sabido que al Papa se le obedece en materias de fe y buenas costumbres, no hubiese mezclado lo humano con lo divino, ni la política con la Religión.
Aunque para el caso lo mismo daba. La suerte de los presos estaba echada de antemano, independientemente de sus declaraciones, como se vio enseguida.
A un joven de los Hermanos de San Juan de Dios le preguntó el tribunal:
-¿Quién quieres que gane la guerra, Franco o nosotros?
El chico, con la mayor candidez del mundo respondió:
- Ya que tan bien la lleva Franco, que la gane Franco. Los del tribunal se rieron y pusieron al chico en libertad.
El 27 de noviembre a las 6 de la tarde comenzó a vocearse la primera lista de expedicionarios. Comprendía unos ochenta presos. El penúltimo de la lista era el que esto suscribe. Dos puestos antes venía el Hermano Juan José Cincunegui.
Por lo visto, había llegado nuestra hora.
Salimos de San Antón a las ocho y media de la noche. Antes de arrancar los coches se nos acercó un oficial de prisiones y al oído nos dijo que estuviésemos tranquilos, que íbamos con todas las garantías a Alcalá de Henares. Algo nos tranquilizó aquella confidencia; pero aún nos quedaba en el cuerpo enorme cantidad de miedo. La hora de la salida era sospechosa, y en eso de garantías ya sabíamos a qué atenernos.
Nos despedimos de los demás compañeros con la emoción que es de suponer. Recuerdo que el P. Blanco me dijo al marchar:
- Yo creo que va usted en libertad, en cuyo caso ya sabe a dónde dirigirse; escríbanos enseguida.
Fueron las últimas palabras que en este mundo le oí a aquel hombre que, mientras estuvo en la cárcel, se mostró siempre animoso y optimista. ¡Cuan lejos estaba él de sospechar que aquella noche sería la última de su vida!.
Partimos nosotros camino de Alcalá..
Según nos alejábamos de Madrid nos parecía que huíamos del sitio de nuestra pronta liberación para prolongar, Dios sabe dónde y cuánto, nuestro cautiverio...
Nuestra última esperanza era que la expedición pudiera caer en manos de los nacionales, y al amparo de la pálida luz de la luna echábamos miradas de ansiedad sobre aquellos campos que atravesábamos, donde tal vez podríamos topar con alguna patrulla de los nuestros. ¡Si seríamos inocentes!
Cada vez que paraban los coches en el camino nos parecía que el momento de la tragedia había llegado. Junto a Torrejón de Ardoz tropezamos con un escuadrón de caballería roja que estaba de vigilancia en la carretera.
Por fin quiso Dios que llegáramos felizmente a la cárcel de Alcalá a las nueve y media de la noche.
Nos sirvieron de cena un trozo de chorizo con un pedazo de pan, nos subieron a las celdas, nos dieron un jergón y arropados en las mantas que levábamos nos echamos a dormir más tranquilos, sin duda, que los que quedaban en San Antón.
Nosotros, al menos, estábamos en puerto seguro: ellos, en cambio, estaban pendientes de nuevas expediciones, las cuales, ¡ay! No tendrían todas el mismo final que la nuestra.
Así, al día siguiente, 28, por la mañana, se organizaron de nuevo las “sacas”: la primera a las 8, la segunda a las 10. En esta última iba el insigne comediógrafo D. Pedro Muñoz Seca.
En la primera figuraban doce oblatos:
Los Padres:
Francisco Esteban Lacal,
Vicente Blanco Guadilla y
Gregorio Escobar García
Los Hermanos Escolásticos:
Justo Gil Pardo, diácono,
Juan José Caballero Rodríguez, subdiácono,
Publio Rodríguez Moslares,
José Guerra Andrés,
Daniel Gómez Lucas,
Clemente Rodríguez Tejerina, y
Justo Fernández González
Los Hermanos Conversos:
Angel Bocos Hernando, y
Eleuterio Prado Villarroel.
En la segunda iba el Hermano portero:
Marcelino Sánchez Fernández.
También se dijo que aquellas dos expediciones iban para Alcalá, pero nosotros, que allí habíamos llegado la víspera, no las vimos nunca.
Cuando en Alcalá preguntamos al Cónsul de Noruega por su suerte, nos dijo que las previsiones no podían ser más pesimistas. Hay quienes aún hoy esperan ver algún día vivos, si no a todos, cuando menos a algunos de aquellos expedicionarios. Quienes hemos pasado por aquellos trances tenemos la convicción de que todos fueron a engrosar el número de los siete caídos en Pozuelo y de los dos desaparecidos de la Modelo.
En el penal de Alcalá
¿Qué diré ahora de nuestra vida carcelaria en Alcalá de Henares?
Aquí, como en San Antón, las celdas individuales habían sido sustituidas por seis grandes dormitorios con doscientos presos cada uno. Esta cifra fue disminuyendo según se iban concediendo libertades y se verificaban nuevos traslados a Madrid y a otras cárceles de Levante.
La vida de Alcalá podríamos llamarla gráficamente “el régimen de patio”. A las ocho de la mañana estábamos ya dando vueltas por él como el burro de la noria y acababa nuestra última bastante anochecido.
El frío que nos pasamos en aquel patio donde en aquella época del invierno eran escasas las horas de sol, tardaremos en olvidarlo. Más tarde se habilitó una sala para lectura y otra para cobijarse los días de lluvia. En esta última el polvo y el olor del tabaco hacían la atmósfera irrespirable, por lo que era preferible mil veces seguir dándose codazos bajo la pequeña marquesina del patio.
El ocho de diciembre por la tarde pasaron sobre la ciudad, en dirección a Guadalajara, 24 trimotores de bombardeo. A las baterías antiaéreas rojas se les ocurrió saludarlos. Uno de ellos correspondió al saludo arrojando unas cuantas bombas que alarmaron a la población.
La hazaña de “los piratas del aire” indignó a la gente que corrió amotinada a las puertas de la cárcel pidiendo a gritos la cabeza de los presos. Quienes más se desgañitaban eran las mujeres.
Afortunadamente para nosotros coincidió el motín con la presencia en la cárcel del director general de Prisiones, Melchor Rodríguez, que aunque de la FAI, se mostró siempre humano con los presos. El fue quien puso coto a las expediciones fraudulentas que en el mes de noviembre acabaron en matanzas horribles.
Este señor se encaró con los amotinados, les echó en cara sus instintos de fieras y les dijo que si alguien se sentía valiente, no muy lejos de allí estaba el frente de combate. Allí se mostraba el valor y no a las puertas de una cárcel.
Una de las mayores molestias del presidio era la falta casi absoluta de higiene. Escaseaba el agua para lavarse. Todas las mañanas se formaban en los respectivos dormitorios largas colas que nunca acababan.
Hubo quienes, por no formar en ellas, nos levantábamos a las cinco, nos lavábamos y volvíamos a nuestro jergón, libres ya de una de nuestras más importantes preocupaciones.
Si no había agua para lavarse, menos la había para lavar la ropa. Había, es verdad, en la cárcel, un lavadero mecánico; pero, ¿quién entregaba la ropa, si volvía más sucia que antes?. No sólo volvía sucia, sino que a más de la miseria propia, traía repartida la miseria de los demás.
Porque, hay que decirlo, en Alcalá los piojos campaban por sus respetos. Era imposible descastarlos. A más de la falta de limpieza pasaba allí lo que pasa dondequiera que hay multitudes. Los había despreocupados. Había individuos que, aunque los comiesen los piojos, nunca se tomaban la pena de darles caza. Y así, el descuido de unos neutralizaba el cuidado de los demás.
¡Espectáculo deprimente el de aquellos reclusos ocupados, al levantarse, en examinar una por una las diversas prendas de vestir!
- ¿A cuantos “trimotores” has dado caza hoy?, era la pregunta invariable del preso al amigo que tenía a su lado.
Todas las mañanas había caza abundante y desgraciadamente quedaba semilla para el día siguiente.
Tampoco había inodoros. Porque ¡qué eran cuatro en el patio para mil doscientos individuos que llegó a haber en Alcalá los meses de diciembre y enero?
Así, la cola para tan inapelable necesidad fisiológica era permanente. Varias veces vi a algunos con desarreglos intestinales, los cuales por favor pedían pasar enseguida, porque aquello no admitía espera.
No quisiera recordar la Noche Buena en Alcalá. Por una de esas fatalidades que ocurren en la vida, aquella noche las lentejas estaban tan quemadas que no hubo quien les pudiera hincar el diente. Muchos, no obstante, tuvieron su pequeño banquete en los dormitorios con las previsiones que de fuera les habían mandado. A nosotros nada nos llegó, porque en la cárcel nos vimos completamente solos, y con el estómago vacío nos fuimos a dormir.
El 21 de enero (1937) salía en libertad el Hermano Juan José Cincunegui. Le abría las puertas de la cárcel el Partido Nacionalista Vasco.
Me alegré mucho de la suerte de este Hermano, pero cuando me vi solo en la cárcel, se apoderó de mí una morriña imponente. El Hermano Cincunegui había sido un compañero excelente. Juntos rezábamos, juntos lavábamos la ropa, juntos comíamos, juntos dábamos vueltas al patio recordando a menudo a los compañeros caídos y haciendo cábalas sobre nuestra suerte.
El día de Reyes llegaron los jueces “populares” a tomarnos nuevamente declaración. Nos formaron expediente, esta vez con apariencias de legalidad. Se nos acusaba de desafectos al régimen. A nosotros nos tocaba probar nuestra inculpabilidad.
Las paredes de la cárcel se cubrieron de cartelones con ditirambos a la justicia del pueblo.
“La justicia del pueblo – decían – viene del pueblo y es para el pueblo y por el pueblo. No admite ni recomendaciones, ni privilegios, ni dádivas”.
Los que habíamos visto salir de la cárcel a no pocos gracias a dádivas y recomendaciones, dudamos de la pureza de aquella tan decantada justicia, que no admitía recomendaciones y nos invitaba a buscar el aval de algún partido adscrito al Frente Popular. Hubo presos que batieron el récord de vales haciéndose con media docena de ellos.
A mediados de marzo comenzó a salir gente para las Salesas. Terminado el juicio, sin que el acusado se hubiera visto una sola vez con el abogado defensor nombrado de oficio entre los del Frente Popular, muchos procesados pasaban a nuevas cárceles a sufrir condenas de dos, tres y cinco años. Otros, puestos en libertad por los jueces, quedaban retenidos en San Antón o Porlier hasta que el director general de Seguridad mandaba ponerlos en la calle. Algunos se tiraron varios meses aguardando esta autorización.
El 12 de abril salía yo para las Salesas. Llevaba un aval del Partido Nacionalista Vasco y, en Madrid, momentos antes del juicio, me llegó otro de la C. N. T.
La causa se sustanció en pocos minutos, los precisos para la lectura del expediente. En vista de que contra el procesado no había ficha ninguna en la Dirección de Seguridad, el fiscal mismo pidió la absolución, que fue otorgada por el presidente y los dos jueces adjuntos.
Me dieron ganas de levantarme del banquillo y decir a aquellos jueces:
-¿Y para esto tienen ustedes a un ciudadano encerrado seis meses en la cárcel?. Mas ellos bastante hacían con ponerme en libertad.
Firmé la sentencia y poco después entraba en la cárcel de Porlier. Ocho días estuve alojado en la segunda galería, donde me vi con los Hermanos Escolásticos Jambrina, Porfirio Fernández y José Oti.
Durante aquella semana recibí la visita de dos policías que vinieron a tomarme la filiación.
A las seis de la tarde del 19 de abril salía de la cárcel. Cogí un tranvía en Torrijos y poco después llegaba a la casa X que había sido para nosotros durante la revolución algo así como el cuartel general.
El día 6 de mayo, a las cinco de la tarde me ocultaba en una casa oficialmente protegida por pabellón extranjero. Allí estuve, sin salir una sola vez a la calle, hasta el 20 de enero de este año, día en que marchaba para Caldetas (Barcelona) con la expedición de 500 refugiados políticos comprendidos en edad militar.
Tres meses duró mi peregrinación hasta llegar a Turín el 17 de abril.
Mas esto merece capítulo aparte.
Delfín Monje, O.M.I.
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