He aquí la homilía que pronunció en la catedral de Madrid el Cardenal Ángelo Amato, tras proclamar Beatos a los Mártires Oblatos de España.
Este
año, junto a la cuna del Niño Jesús, con
María, José y los Pastores, están en
pri- mera fila, para contem- plar al Redentor, los veintitrés Mártires es-
pañoles acabados de beatificar. Lo han seguido desde Belén hasta el Calvario, y
ahora entonan un canto nuevo ante el trono del Cordero, inmolado como ellos.
También de ellos, el A Apóstol dice: «En su boca no se halló mentira: son
intachables» (Ap. 14,5).
Recordemos
brevemente la historia de su sacrificio, para reavivar en nosotros la llama del
testimonio y de la fidelidad al Dios Trino y a su Palabra de Verdad. Es
conocido que la persecución religiosa en vuestra noble patria, durante los años
de la segunda República, alcanzó su vértice en los primeros meses de la guerra
civil, desde julio hasta diciembre de 1936 (mil novecientos treinta y seis),
para prolongarse hasta marzo de 1939 (mil novecientos treinta y nueve). En
aquel período descendió sobre España, como lluvia ácida, corrosiva, un tal
furor antirreligioso que contaminó gravemente la sociedad, hasta secar en el
corazón de muchos los sentimientos de bondad, de humanidad, de fraternidad.
Miles
fueron las víctimas inocentes de este fanatismo anticatólico, que hirió a
sangre fría Obispos, sacerdotes, consagrados y consagradas, fieles laicos. Sólo
los religiosos fueron más de siete mil. Son verdaderos y auténticos mártires,
muertos, como los primeros mártires cristianos, in odium fidei (por odio a la fe) por el diabólico imperio del mal.
Entre
estos heroicos hijos de la Iglesia y de la noble nación española, hallamos a un
Laico, padre de familia, y veintidós Misioneros Oblatos de María Inmaculada: el
Superior Provincial, los Sacerdotes, los Hermanos Coadjutores y los jóvenes
Estudiantes de filosofía y de teología. No eran delincuentes. No habían hecho
nada malo. Al contrario, su único deseo era hacer el bien y anunciar a todos el
Evangelio de Jesús, que es buena noticia de paz, de gozo y de fraternidad.
Queremos
recordar los nombres de los Religiosos Oblatos, porque la Iglesia ama y honra a
estos hijos suyos, considerándolos testigos preciosos de la bondad en la
existencia humana, que responde a, la crueldad de los perseguidores y de los
verdugos con la mansedumbre y la valentía de los hombres fuertes. Sin armas y
con la fuerza irresistible de la fe en Dios, ellos han vencido el mal,
dejándonos una preciosa herencia de bien. Los verdugos han sido olvidados, sus
víctima inocentes son recordadas y celebradas.
Por
ello citamos uno a uno sus nombres, que son nombres de bendición: Francisco
Esteban Lacan, Vicente Blanco Guadilla, José Vega Riaño, Juan Antonio Pérez
Mayo, Gregorio Escobar García, Juan José Caballero Rodríguez, Justo Gil Pardo,
Manuel Gutiérrez Martín, Cecilio Vega Domínguez, Publio Rodríguez Moslares,
Francisco Polvorinos Gómez, Juan Pedro Cotillo Fernández, José Guerra Andrés,
Justo González Lorente, Serviliano Riaño Herrero, Pascual Aláez Medina, Daniel
Gómez Lucas, Clemente Rodríguez Tejerina, Justo Fernández González,
Ángel
Francisco Bocos Hernando, Eleuterio Prado Villarroel y Marcelino Sánchez
Fernández.
A estos
22 (veintidós) Oblatos de María Inmaculada se unió, en un mismo acto de
generoso testimonio a Cristo y al Evangelio, el fiel laico Cándido Castán San
José, muy conocido en Pozuelo de Alarcón por su claro testimonio católico.
El
proceso de beatificación ha recorrido la biografía de cada uno de ellos, porque
cada vida humana es, a los ojos de Dios y de la Iglesia, una joya de gran
valor. En el conjunto, estos testigos constituyen una corona de gloria para la
Iglesia, en la historia.
La
mayor parte de ellos eran jóvenes religiosos Oblatos de María Inmaculada, que
el Señor había llamado a seguirle, para ser misioneros de paz y de bien ante
sus semejantes. Pascual Aláez Medina, por ejemplo, tenía sólo diecinueve años.
Había nacido en mayo de 1917 en la provincia de León. A los doce años entró en
el seminario de los Oblatos y a los dieciocho años profesó los primeros votos
de pobreza, castidad y obediencia. Era un joven bueno y entusiasta de su
vocación religiosa. Seis días después de la primera renovación de los votos,
fue detenido y asesinado.
Todavía
más joven era Clemente' Rodríguez Tejerina, nacido también en la provincia de
León, en el mes de julio de 1918. Su sueño era ir a las misiones. Fue
martirizado en Paracuellos del Jarama, en el mes de noviembre de 1936. Tenía
apenas dieciocho años. En diciembre de 1936, su hermana Josefa, ignorando la
muerte del hermano y queriendo visitarlo, supo por los milicianos que «había
sido liberado el 28 de noviembre de 1936
». En el Consulado de Chile le dijeron que todas las personas «puestas en libertad»
el 27 y el 28 de noviembre, en realidad habían sido inmediatamente fusiladas en
Paracuellos del Jarama.
El
llanto de mil madres no puede acallar el dolor de la Iglesia por la pérdida de
estos hijos suyos, muertos por el odio contra Dios. La historia enseña,
desgraciadamente, que cuando el hombre arranca de su conciencia los
mandamientos de Dios, rompe también de su corazón las fibras del bien,
llevándolo a cumplir actos monstruosos. Perdiendo a Dios, el hombre pierde
también su humanidad.
Podemos preguntamos: ¿nuestros mártires
estaban preparados para el sacrificio supremo? La respuesta, fundada en los
testimonios y en. sus mismas palabras, es positiva. Ellos eran conscientes y se
preparaban, a vivir en la plegaria y en el sacrificio, su entrega a los
verdugos. Ellos, ciertamente, conocían la actitud antirreligiosa de muchos de
los habitantes del lugar, airados porque los Oblatos llevaban el crucifijo bien
a la vista sobre el pecho y porque acogían en su instituto las reuniones de los
ferroviarios católicos.
A sólo
cuatro días del estallido de la guerra civil, el odio anticatólico, que había
incendiado y destruido muchas iglesias de Madrid, llegó a Pozuelo de Alarcón,
ensañándose en el colegio (escolasticado) de los Oblatos con una crueldad
inaudita. Ocupado el instituto, todos los religiosos fueron detenidos, sin
interrogatorio, sin proceso, sin pruebas, sin posibilidad de defenderse.
Un
sacerdote, seis jóvenes estudiantes y el señor Cándido Castán San José, esposo
y padre de dos hijos, fueron asesinados en seguida, al día siguiente de la
detención. Los otros soportaron cuatro meses de sufrimientos, siguiendo las
dolorosas estaciones de un trágico víacrucis: terror, refugio clandestino,
riesgo constante de ser descubiertos, arresto, cárcel, burlas, humillaciones de
toda clase, torturas, mutilaciones, muerte.
Es
bueno no olvidar esta tragedia. Y es también bueno no olvidar la reacción de
nuestros mártires. A los gestos malvados de sus asesinos, ellos respondieron
con buenas palabras, rezando y perdonando a sus perseguidores y aceptando con
fortaleza la muerte, por amor a Jesucristo. Su comportamiento llenó de luz las
tinieblas del mal.
Conmueven las palabras del joven Oblato, de
dieciocho años, Clemente Rodríguez Tejerina, que, meses antes del martirio,
había dicho a su hermana Josefa: «Si hay que morir, estoy dispuesto, seguro de
que Dios nos dará la fuerza que necesitamos para ser fieles».3
Nos
parece oír las palabras del apóstol Pablo que escribía así a los cristianos de
Roma: «¿Quién podrá separamos del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia,
la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada? [...]. Pero en
todo esto vencemos de sobra, gracias a aquel que nos ha amado» (Rm 8,35.37).
El
mismo Señor Jesús fue odiado, perseguido, condenado y muerto. De ahí que
advertía a los discípulos, diciendo: «Si el mundo os odia, sabed que me ha
odiado a mi antes que a vosotros» (Jn. 15,18). La persecución es una de las
bienaventuranzas del cristiano: «Bienaventurados vosotros cuando os insulten y
os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y
regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo» .
Los
mártires nos enseñan que nuestro testimonio del Evangelio pasa, no sólo por una
vida virtuosa, sino tam- bién, a veces, por el martirio. El Santo Padre
Benedicto XVI (dieciséis), en la Carta Apostólica de beatificación, afirma que
los veintidós Mártires Oblatos y el laico, padre de familia, «fieles a su
vocación, anunciaron constan- temente el Evangelio y, derramando la propia
sangre, dieron testimonio de su amor puro al Señor Jesús y a su Iglesia».
Este es
el mensaje que nos ofrecen los Beatos Mártires. La sociedad no tiene necesidad
de odio, de violencia y de división, sino sólo de amor, de perdón y de
fraternidad. A un mundo debilitado por heridas de toda clase, el cristiano está
llamado, también hoy, a darle un testimonio fuerte de la presencia providencial
de Dios y de la eficacia de su gracia que, de modo misterioso pero real, cambia
los pensamientos malvados en pensamientos de bien.
Imitemos
la fortaleza de los mártires, la solidez de su fe, la inmensidad de su amor, la
grandeza de su esperanza: «Oh Dios - hemos rezado en la oración colecta- haz
que, por los méritos y la intercesión de los Beatos Mártires, podamos dar
testimonio de la fe y de la verdad ante el mundo».
Que los
nuevos Mártires sean, ante todo, maestros de vida para sus Hermanos Oblatos de
María Inmaculada; que, en la escuela de estos mártires, puedan fortalecer el
amor a Cristo y a la Iglesia, y ser generosos y entusiastas misio- neros de la
nueva evangelización en todo el mundo.
El
pasado veintinueve de octubre la archidiócesis de Madrid celebró la
beatificación de Sor María Catalina Irigoyen Etchegaray, mujer rica de fe y de
amor, ejemplo sublime de vida consagrada fiel y gozosa.
Hoy
Madrid ha vivido, con nueva alegría, la glorificación de los Beatos Mártires
Oblatos y del Beato Cándido Castán San José, ejemplar padre de familia y modelo
de trabajador cristiano.
Gloriosa
archidiócesis de Madrid y gloriosa España, tierra fecunda de santos y de
mártires, que ofrecen al mundo el espectáculo de la vida buena del evangelio,
practicando el amor que predicaban.
Mientras
existan justos en vuestra tierra, la Providencia divina no os abandonará jamás
y la bendición del Señor descenderá llena de gracia y de dones sobre la
sociedad civil, sobre vuestras familias y sobre todos vosotros.
La
Inmaculada Virgen María, madre y auxilio de los cristianos, os ayude a celebrar
la Navidad con corazón puro y santo.
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