P.Porfirio




De izquierda a derecha:

                                           De pie: Aquilino Mendoza, el Beato Serviliano Riaño.
  Sentados: Isaac Vega, Porfirio FernándezFortunato Herrero, el Beato Justo González


MIS VIVENCIAS DURANTE LA GUERRA

19 DE JULIO 1936 – 16 DE NOVIEMBRE 1939

P. PORFIRIO FERNÁNDEZ, O.M.I.

CORDOBA – ARGENTINA, 1992

PRISIONEROS  EN  LA  PROPIA  CASA

      La tragedia por venir, se mascaba, sobre todo después del triunfo electoral del Frente Popular a mediados de Febrero de 1936. Todos los fines de semana, ]as juventudes socialistas, a las puertas del convento, nos lo gritaban: "U.H.P. mueran los frailes". El hostigamiento era permanente, y sin seguridad alguna para las personas de orden.
Los escolásticos estábamos convencidos de que las vacaciones las pasaríamos en nuestras familias, o al menos en Urnieta, cerca de la frontera; que no nos decían nada los superiores para que rindiéramos los exámenes en las mejores condiciones; pero allí no podíamos continuar.

Cuál no fue nuestro desencanto cuando, a la semana de vacaciones, en la lectura espiritual el P. Superior nos comunicó la decisión tomada por el Consejo de Profesores: ni hablar de vacaciones en familia o Urnieta; no saldríamos de Pozuelo. El asesinato por Fuerzas de Seguridad de Calvo Sotelo, enrareció más el clima de violencia que se vivía en toda España. Y se vino lo temido, aunque nunca imaginamos fuera tan despiadado y tan prolongado.

19 de Julio, Domingo. Para nosotros, ese domingo al atardecer comenzó el calvario. Primera invasión al convento de los milicianos de Pozuelo, bajo el pretexto de requisar armas. Nos hacen salir a todos a la huerta; los milicianos armados, parapetados detrás de los árboles y paredes, dispuestos a disparar. Dueños de toda la casa, armas no encontraron porque nunca las hubo, pero sí se llevaron como botín cuanto se les antojó.

20 de Julio Lunes. Gran tensión desde muy temprano; se escucha el estruendo de los cañones bombardeando el Cuartel de la Montaña, los cuarteles de Carabanchel; la aviación no cesa de pasar; camiones y coches con milicianos pasan por la carretera frente a la casa con gritos hostiles. Nosotros en grupos por la huerta comentando en voz baja algunas noticias de la radio.

21. Martes. Amanecemos con mucha ansiedad, agravada por los incendios de iglesias y conventos. -¿Cuándo nos tocará a nosotros?-  y la rendición de los cuarteles de Madrid, Alcalá de Henares y Guadalajara.

22 Miércoles. A las 15 hs. toma del convento por las Milicias. Es la hora de la siesta; algunos escolásticos han bajado a refrescarse en las duchas, como el Hno. Felipe, y al salir se encuentra en el pasillo encañonado con escopetas y pistolas. Está en paños menores con la sotana encima y así lo introducen en el primer cuarto de entrada a la casa, que a mano izquierda, hace de recibidor. Los demás estamos en nuestros dormitorios o habitaciones donde nos sorprenden, y nos hacen bajar con lo puesto al recibidor en el que nos van metiendo a todas a medida que nos cazan. Dos escopeteros nos apuntan constantemente, nosotros con los brazos en alto mirando a la pared. Cuando yo entré, ya había cuatro o cinco más; en voz baja cada una rezábamos lo que podíamos, presumiendo lo peor; yo con estoicismo pensé: "Esto se acabó"'.
        Cuando ya registraron todos los rincones de la casa y comprobaron que no había más, nos permitieron salir a la huerta, siempre vigilados por los escopeteros. Otro de los trabajos urgentes fue arrancar todos los cuadros religiosos, imágenes, crucifijos y desde lo alto de la escalera arrojarlos al piso bajo para destruirlos.
            En calidad ya de detenidos no nos dejaron solos para nada, hasta para ir al baño nos escoltaban y con las puertas abiertas. A la hora de la cena entramos al comedor a tomar una sopa. Se habían incautado de todos los víveres; recién había llegado el pedido para todo el mes, y el Hno. Bocos – el cocinero -, había recibido instrucciones de Porras: "Tú sigue cocinando para los míos y para los tuyos, y si falta para algunos que sea para los tuyos, no para los míos". Nos permitieron subir a los dormitorios, cada uno en su cama, pero con las cortinas corridas, y los vigilantes armados, en las puertas y pasillos. En mi ventana flameaba la bandera de la C.N.T. y de la F.A.I.

23 Jueves. Salido el sol, nos dejan bajar a la capilla; luego de una oración, procedemos a consumir las hostias consagradas. Comenzó a distribuirlas el P. Blanco, pero muy emocionado no pudo continuar y terminaron haciéndolo los PP. Monje y Vega.
      Consumida la reserva del Santísimo, nos ordenan recoger todas las cosas personales, lo puesto -pues toda la ropa de cambio está en la ropería-, y con lo puesto y algunos colchones bajamos al comedor que será nuestra celda de prisión hasta que salgamos, algunos para la muerte, otros a Dirección de Seguridad.
            Durante la comida el Sr. Guerrero, de Izquierda Republicana, pasa al comedor y conversa con un grupo, entre ellos Manuel Gutiérrez, como interesándose por los ideales de nuestros vidas, qué estudiábamos y para qué. Y Gutiérrez, ingenuo, le decía que para ser misioneros, en Ceilán, el Polo Norte. El P. Monje, con los ojos se lo comía ante tal ingenuidad.
Se escuchaba el cañoneo de la sierra, y pensábamos era en Villalba o El Plantío, ¿cómo íbamos a pensar se escuchase de tan lejos? Al atardecer llegó un miliciano enfurecido que había combatido en la sierra, y quería desquitarse con nosotros de los camaradas muertos por las balas fascistas; menos mal que la guardia no le dejó pasar donde nosotros estábamos.
Sobre las 3 ó 4 de la mañana nos hacen salir a todos al pasillo, frente al comedor, en fila, y nos cachean; y el Jefe va nombrando la lista que tiene en mano: Juan Antonio Pérez, Pascual Aláez, Cecilio Vega, Francisco Polvorinos, Manuel Gutiérrez, Justo González y Pedro Cotillo. Los llevan hacia la puerta de la huerta donde esperan dos coches, uno requisado a la Baronesa del chalet de al lado. Los cargan y se los llevan por el callejón. Nunca más supimos de ellos. El resto, atemorizados, volvimos al comedor. Fue una noche muy larga, cargada de los presentimientos más negros.

24 Viernes. Sobresaltados por lo sucedido y en especial por el no regreso de los siete de quienes nada sabemos; las voces femeninas de milicianas que comienzan a invadir la casa y nos gritan por las ventanas del comedor, más el rugir de los cañones, nos tienen tensos toda la mañana.
Sobre las 10 hs. entró al comedor el Alcalde de Pozuelo dándonos seguridad de que nada nos iba a pasar, solamente estábamos detenidos por precaución hasta que terminara la revuelta militar. El P. Monje le dijo que nos daba sí seguridad, pero ¿dónde estaban los siete que sacaron esta madrugada?. ¿Que han sacado la siete? contestó en extrañeza. Y saliendo subió por la escalera, suponemos a entrevistarse con los del Comité. Luego de un tiempo prudencial, le vimos salir sin informarnos nada.
Entre las 13 y 14 hs. llega un camión de Madrid con Guardias de Asalto, con la orden de llevarnos a todos. ¿Quién les avisó? Mi parecer es que fue el Alcalde; prácticamente no había teléfonos en el pueblo, y además ¿quién se iba a atrever a hacerlo en aquellas circunstancias?
En el comedor quedaron sotanas y Cristos. Salimos con lo puesto; los mayores habían alcanzado a hacerse trajes, la mayoría con pantalón usado y en mangas de camisa; algunos Cristos Oblatos llegaron a la Dirección de Seguridad. Nos sentamos cómo pudimos en la caja del camión, vigilados por los Guardias armados en las esquinas del camión. Al bajar por el callejón, milicianos y milicianas nos gritaban lo suyo. Las calles del pueblo aún lucían guirnaldas y colgaduras de las Fiestas del Carmen. Un silencio mortal en todo el recorrido; pasamos Aravaca y por la carretera de la Coruña cruzamos el Manzanares y entramos en la ciudad Universitaria. Ya no reconocí más. En varios edificios quedaban los impactos de balas de los combates callejeros.
Nos bajaron en la Dirección de Seguridad y, luego de tomarnos los datos de identificación, nos llevaran a los sótanos repletos ya de detenidos civiles, militares y religiosos. Eufóricos la mayoría, porque creían que las tropas de Mola estaban ya en El Plantío; nosotros sabíamos que todo esto no era cierto, pero sí convencidos que el día de Santiago entraban.
Toda la noche fue de sobresaltos; algunos religiosos, trastornados por lo sufrido, gritaban: “Arrepiéntanse de sus pecados que les voy a dar la Absolución General"; el calor era sofocante, agravado por el amontonamiento ya que no cabíamos ni de pie; los milicianos armados nos amenazaban por las ventanas de los sótanos. Me dio fiebre bastante alta, sentía escalofríos; un Oblato me prestó su chaqueta para abrigarme. Al fin me hicieron lugar en una celda con camastro de cemento.

 


EN CASA DE DOÑA CONCHA


25 Sábado. Santiago.  A las cinco de la mañana, un policía, con lista en mano, va nombrando a todos los Oblatos, entre otros muchos, y nos dejan en libertad. Sin duda, para darnos oportunidad de salvarnos, pues en la ficha de ingreso figurábamos como traídos del convento, dato muy comprometido.

Esperamos en un pasillo a que aclarase, mientras los Padres fueran indicándonos donde nos podíamos refugiar, algún familiar o conocido, etc. Nada fácil, pues la mayoría nada conocíamos de Madrid. El grupo mayor fue a casa de nuestro Sastre, Vallejo; otros a nuestra casa de Diego de León.

El P. Vega debió verme tan desmejorado que me llamó y junto con José Guerra y Severino Fontecha nos llevó a la portería de una familia conocida, donde me sirvieron un café bien caliente y cargado, que me reanimó como no recuerdo que ningún otro tratamiento haya sido tan instantáneo y eficaz. Nos dejó en la portería y él se fue a formar en la larga fila en la esperanza de conseguir un aval para poder circular, pues estábamos sin documentación alguna y era muy expuesto, pues las milicias lo exigían.
Regresó varias veces sin resultado alguno y, ya sobre las 11 hs., un policía en voz baja les hizo saber que no se daba aval ninguno, que cada uno se salvase como pudiese. Ante esta situación resolvió llevarnos a buscar refugio en casa de Doña Concha Buey, en Magallanes 3. Una hija adoptiva, María Luisa, había estado en el Colegio de la Mina, Pozuelo, donde el P. Vega era capellán. Al terminar la niña el colegio, al despedirse la madre le ofreció su casa, y algunas veces le había visitado.
En el apuro, se acordó de ella y se puso en camino con Fontecha; Guerra y yo los seguimos sin perderlos de vista. Al pasar frente a la Dirección de Seguridad, de los Oblatos ya no vi mas que a Daniel Gómez, que sentado en la vereda con un palito jugaba con el agua que corría, como un niño. Luego me enteré que al darse cuenta que estaba solo, se puso a caminar sin saber a donde, hasta que llegó a casa del sastre Vallejo donde ya se encontraban varios compañeros. ¿Cómo llegó? Sin duda había oído el nombre en la calle Gómez Vaquero y el número, tocó timbre y lo recibieron.
            Esa mañana tuvimos una providencia especial; ningún escolástico conocía Madrid excepto los que habían ido al dentista, al oculista, o a recibir Ordenes sagradas, o les tocó la mili; yo, como la mayoría, no había pisado la ciudad. Esto hoy parece un absurdo, pero era realidad de lo aislados que estábamos de la vida del mundo. Pues a pesar del desconocimiento de la ciudad nadie quedó en la calle, todos conseguimos que se nos abriera una puerta.
            Hubo casos que diríamos milagrosos cono el de Julio Rodríguez, Jesús Alonso y Felipe quienes decidieron ir a la calle la Sal en casa de un Guardia de Asalto conocido, pero desconocían el camino. Un viejecito se les acercó y preguntó qué buscaban, y les dejó en la puerta de la casa sin más explicación. Julio está convencido que fue S. José.
Atravesar Madrid desde la Puerta del Sol hasta la calle Magallanes caminando, invadido de milicianos, coches con calaveras pintadas, pasar frente a los locales de la C.N.T. y F.A.I., fue pavoroso. Por fin llegamos sin contratiempo fuera del miedo. Toca el timbre, abre Doña Concha, y al ver al P. Vega exclamó con alegría: “¡Cuánto hemos pensado en Ud., si le habría pasado algo!". Al explicarle nuestra situación dijo "lo que sea de ustedes, será de nosotras". Improvisó una sopa y en seguida a la siesta. ¡Qué horribles pesadillas! Despertamos ya al ponerse el sol; les contamos todo lo vivido esos días, y ellas lo suyo. La hija Carmen, afiliada al partido comunista, 5to. Regimiento, el 19 salió de casa y no sabían más de ella.

MAGALLANES 3, 3º izqda.

Al día siguiente le habló la hija desde el 5to. Regimiento; había estado en el Frente de la sierra, y tanteaba cómo la recibiría la madre por haberse ido sin avisar. De momento había que ocultarle nuestra presencia. Encerrados en la habitación que seguía a la cocina - luego venía el comedor y la habitación para ellas -. Ella llegó de noche; tenían cena preparada; la recibieron muy bien, lo mal que lo había pasado, estaría muy cansada, así que pronto a descansar. Se levantó temprano, desayunó y a su puesto en el 5to. Regimiento. Cuando ella se iba, salíamos del encierro para ir al baño, - estaba antes de la cocina -, comer y andar por la casa sin hacer ruido ni acercarnos a las ventanas, que nadie sospechase nuestra presencia. La cosa se repetía todas las noches; pero los días pasaban y la guerra, lejos de terminar, se complicaba; había que solucionar esta situación. Comenzaron por hablar del P. Vega, que ella conocía; qué habría sido de él; un día se atrevieron a decirle que había llegado pidiendo asilo y se lo presentaron. Ella sorprendida le saludó y aceptó, pero que mucho cuidado que nadie se enterara. Y todas las noches cenaban juntos y conversaban. Como a los ocho días le dijeron que tres alumnos del P Vega habían llegado buscando refugio y nos presentamos.
        A mediados de agosto alguien denunció en el 5to. Regimiento que algo raro pasaba en la casa de Carmen. El Jefe le dijo que quería ir un día a comer a su casa y conocer a la madre y a la otra hermana. Convenida la fecha, a las 10,30 hrs. llegaron dos camaradas para ayudar a preparar – en realidad para espiar - Nosotros encerrados y a oscuras en la habitación. Al ahora de comer telefonearon que no podían venir; y se fueron las camaradas, que vendrían a cenar.
          De noche, ya bastante tarde, cayeron el Jefe, el Subjefe y dos milicianas, comieron y salieron a tomarse un café. Nosotros encerrados, a través del vidrio opaco, veíamos pasar sus sombras por el pasillo que iba de la cocina al comedor. Regresaron y pasaron al comedor a charlar, haciendo tiempo, y, como era tarde, preguntaron si podían quedarse a dormir, pues temprano tenían que irse al 5to, Regimiento. ¿Cómo negárselo? A ellos les prepararon una pieza y a ellas en la de Doña Concha e hijas. Hacía como una hora que se habían retirado, cuando Doña Concha les sintió que andaban por el pasillo; salió a preguntarles si precisaban algo, y al verles con pistola en mano, les dijo que podía disparárseles un tiro y asustar al vecindario, a lo que respondieron que era “por si salía algún gato”.
        A las cinco de la mañana, con el pretexto de buscar la leche, salió de casa, en la esperanza de que, no estando la dueña de casa no exigirían abrir la puerta donde estábamos. Se fue a una casa amiga, de enfrente, a esperar los acontecimientos. Se levantaron, asearon y pasaron al comedor a esperar la llegada de Doña Concha. Como no llegaba y era hora de hacerse cargo del 5to. Regimiento, se despidieron dejando saludos para la mamá.
        Al pasar frente a nuestra puerta, uno de ellos pretendió mirar por el vidrio y abrir la puerta, que no se abrió, pues la teníamos trancada, pero ¡qué susto pasamos!
        Al momento llegó Doña Concha y le contamos todo; dijo: ”hay que salir ya de casa”. Pero ¿dónde?.
         Fontecha, en la calle Palencia, tenía uno de su pueblo con puesto de patatas fritas, y allí se llegó. Y con suerte, pues allí pasó la guerra sin grandes complicaciones, pelando patatas.
        Mientras, nosotros y María Luisa a desordenar nuestra habitación, con cosas viejas y en desuso, como simulando una trastera, y calzamos la puerta con una madera con cuña, para simular que no estaba trancada sino un poco dura. Regresó Doña Concha y enseguida nos llevó a Guerra y a mí a casa de una hermana, como si fuésemos estudiante pensionistas; ella sabía lo que éramos, pero no el esposo. Y el P. Vega se fue con María Luisa a ver si lo recibían en casa de uno de su pueblo.
        En los apuros dejamos abierta la canilla del fregadero y cerrado el desagüe, así que encontró todo inundado y se puso a recogerlo y secar. En esta tarea la encontraron Carmen y las milicianas cuando volvieron a inspeccionar, y se fueron a nuestra habitación preguntando:
-¿Qué hay aquí, que toda la noche ha estado cerrado?
- Es la trastera para el desuso.
- Y ¿por qué cerrada?
El camarada intentó abrirla y no pudo.
- ¿Cómo que está trancada? Empuje no más.
Intentó hacerlo , pero con el agua la cuña de madera se había hinchado y no cedió. Doña Concha empujó fuerte y se abrió. No quedaron las pesquisas muy convencidas, pero la situación se solucionó.

EN CASA DE DON JOSÉ

La esposa era muy buena y conocía nuestra situación; él era un gallego jubilado de izquierdas, pero no revolucionario. A la entrada un pasillo largo llevaba a la cocina y habitaciones, y una puerta a la izquierda daba al recibidor y comedor, con puerta al fondo con acceso a la cocina.
         Ante Don José pasábamos como estudiantes que no cabíamos en casa de Doña Concha, quien recibía estudiantes como pensionistas. Todas las mañanas y tardes teníamos que hacer la comedia de salir a la calle como haciendo vida normal; si Don José estaba en la cocina, Guerra y yo abríamos la puerta de salida, saludábamos “hasta luego”, un portazo, y hacíamos como si hubiéramos salido, y entrábamos al recibidor, y muy atentos hacia donde caminaba él, para esquivarle yendo por el comedor o por el pasillo.
         El, todas las mañanas y tardes, salía a jugar la partida con los amigos y esas horas respirábamos nosotros, y junto con la esposa inventábamos por qué calles habíamos andado, para tener de qué conversar con Don José cuando regresase.
         Un tiempo bien, pero Don José comenzó a mosquearse, sobre todo porque los pensionistas no pagábamos. Así pasamos unos veinte días, hasta que Doña Concha, viendo que se complicaba la cosa, decidió regresásemos a sus casa. Y así, una mañana muy temprano, antes de que hubiese movimiento en la calle, vino por nosotros.
         De nuevo en Magallanes, 3, con el P, Vega, que sólo había estado en casa de la de su pueblo unos días, porque no quiso comprometerle más tiempo.
         El P. Vega se había conseguido una documentación falsa nombre de José Villalba; se había conectado con los Oblatos de Carrera San Jerónimo y Gómez Baquero; hasta había venido una tarde a confesarnos el P. Mariano Martín y, haciéndose pasar por sobrino de Doña Carmen, por medio del 5to. Regimiento, le iban a nombrar maestro en una escuela, para ganar unas pesetas.
10 de Octubre. Ya con documentación, el P. Vega salió temprano a visitar Oblatos y buscar con qué vivir, pues en la casa no había ninguna entrada y las reservas de Doña Concha se iban terminando; menos mal que tenía buenas amistades y las hijas traían del 5to. Regimiento cuanto podían.
         El día 8, al regresar el P. Vega a casa, dijo haberse cruzado en la calle con una sirvienta de Pozuelo, y que no sabían si lo había reconocido.
         Doña Concha no quería que saliera más. En efecto, la sirvienta le había reconocido pasando el dato a Porras, quien mandó milicianos a vigilar los alrededores de la Glorieta Quevedo, y el día 10 lo detuvieron.
Como a las diez nos comunicó por teléfono solamente “estoy detenido”. Nos cayó como una bomba. ¿Dónde estaría? Reconocido como P. Vega o como José Villalba, para que las declaraciones que nos iban a hacer no nos cogieran en mentiras. Y había que localizarlo antes de que llegara la noche y le dieran “el paseo”.
Se avisó a Carmen para que buscara por medio del 5to. Regimiento, Doña Concha y María Luisa preguntaron en las Comisaría y Dirección de Seguridad sin conseguir nada.
         Guerra y yo solos, asustados, esperando que de un momento a otro vinieran a registrar la casa como ocurría en estos casos, cosa que no ocurrió, sin duda por un poco de respeto a la camarada Carmen. Esta, a las 11 hrs. tocó timbre y supimos que era ella, pero no abrimos por temor a que viniera con milicianas; como no tenía llave, se fue. Doña Concha y María Luisa iban y volvían a casa sin noticias ¡Qué desesperación! ¿Qué hacer? ¡Rezar!
Sobre las tres de la tarde vinieron a visitarnos Escobar, Calleja y Caballero, sin saber nada de lo ocurrido. Habían sido movilizados y venían con uniforme miliciano.
         Fue nuestra salvación, de momento, pues nosotros ignorábamos la dirección de los demás Oblatos , no teníamos a donde ir y allí no podíamos seguir, pues el registro tenía que estar por llegar.
¿Mis sentimientos? No me importaba la vida, pero sentía como un cargo de conciencia por esa familia que se había complicado la vida por tener un acto de caridad con nosotros, que nada teníamos que ver con ella. Nadie se hubiera metido con ella, y ahora corría la misma suerte que nosotros, por encubridora. Me entregaría voluntario si supiera que con eso las dejaban libres a ellas.
Rápido decidimos que Calleja fuera a llevar la noticia a los PP. Esteban Y Blanco, y a consultar dónde íbamos, pues allí no podíamos seguir. Y, por si llegaba el registro, había que tener explicaciones a mano sobre el porqué de la presencia de Escobar y Caballero. Como vestían de milicianos, que habían conocido a Carmen en la Sierra, y habían venido a visitarla. Las horas pasaban y Calleja no volvía; afortunadamente el registro no llegó.
Sobre las 20 hrs., una frenada de coche en la calle; tocan el timbre y, al abrir, el miliciano desde la puerta, sin entrar, dice: “Pueden llevar la cena a Palafox, 12, a José Vega”. y se volvió al coche
Al menos sabíamos donde estaba detenido, y que lo habían reconocido; nada de ocultar su identidad. Rápido preparan algo de cena y Doña Concha quiere ir a llevarla. Pero Carmen, que conoce bien el proceder de los milicianos en esas circunstancias, dice: “Usted no, madre, las que vayan quedan detenidas”. Y se fueron Carmen y María Luisa con la cena.
Al cuarto de hora, se para un coche frente a la casa; suena el timbre, y Carmen desesperada grita sin entrar “¡Venga, madre, todas vamos detenidas!”. Y se van en el coche.
Quedamos solos en la casa Guerra y yo, Escobar y Caballero. Había que huir antes de que volvieran..
Cuando las milicias sacaban a alguno de su casa, solían dejar guardia en la puerta, hasta que registraban o saqueaban todo. Así que dije a Escobar y Caballero: “Salid vosotros, y si os preguntan qué hacíais aquí, decid que habíais venido a visitar a Carmen; a ver si, al menos, os salváis vosotros. Si no hay guardia a la puerta, pasáis a la vereda de enfrente, y hacéis una inclinación profunda de cabeza, como contraseña de que no hay vigilancia”.
Con qué ansiedad Guerra y yo esperábamos la contraseña mirando por la ventana; y apenas vimos la inclinación de cabeza, como gato del fuego, sin apagar luces ni cerrar la puerta, y bajando la escalera a saltos, nos fuimos a juntar con ellos y a tomar el metro en Quevedo. En la boca del metro nos encontramos con Calleja, que traía el mensaje de que ni en San Jerónimo ni en Gómez Baquero había lugar; que a ver si volvíamos a casa de Don José.
A esa alturas ya no había opción, así que con ellos nos fuimos a Carrera San Jerónimo, contamos lo ocurrido y nos recibieron por esa noche. A la mañana siguiente, temprano, Calleja nos levó a Gómez Baquero, en casa del Sastre, donde nos juntamos con doce escolásticos.
¿Qué había pasado con el P. Vega y la familia? No sé por dónde llegó a nuestros oídos que esa noche los habían matado a todos, así que como para volver por Magallanes a informarnos. La verdad la supimos días más tarde, al encontrarnos con el P. Vega en la cárcel Modelo. Les tomaron declaración a todos; Arturo Porras le acusaba de activista y le reclamaba para juzgarlo en Pozuelo, pero el Comité, sin duda por consideración a Carmen, no se lo entregó. “¡Que vaya a la cárcel y allí se le juzgará”.
A la familia la dejaron libre y al volver a casa la encontraron sola, como nosotros la habíamos dejado. De nosotros nada supieron hasta que en una visita al P. Vega, en la cárcel, les dijo que estábamos allí. Si esa noche no huimos de la casa, de momento nada nos hubiera pasado.

GOMEZ BAQUERO. Casa del Sastre.

Llegamos el día 11, temprano, Guerra y yo, encontrándonos como con doce compañeros y mutuamente nos contamos lo vivido. El 12, día del Pilar, nos trajeron hostias consagradas; todo el día en adoración, por turno, y atardecido comulgamos por primera vez desde Pozuelo. El 13 pasó el día sin contratiempos; nos acostamos. A media noche suena el timbre; al abrir, se anuncia: “la policía”. Yo estaba costado junto a Daniel Gómez y otros cinco, en el santo suelo. Al entrar y vernos así, ni nos preguntaron; estaba bien a las claras que estábamos escondidos. En seguida llegan dos coches que nos cargan a todos y nos llevan a la comisaría. Menos mal que con los de la familia no se metieron, gracias a Dios.
Nos metieron en un salón amplio; había pocos detenidos; todos en silencio. A media mañana estábamos tan apiñados que ni nos podíamos sentar en el suelo. Habían comenzado los registros casa por casa en horario nocturno para desarticular la “5ta. Columna de Mola”.
         Ya oscuro comienzan a llamarnos a tomar declaración; yo fui de los primeros. Un mecanógrafo me toma los datos personales y poco más, así que yo, ingenuo, creo que me van a dejar libre y mi gran preocupación era dónde iba a ir. No sabía dónde estaba ni la casa del sastre; me serené cuando otros compañeros fueron llegando; ya no estaba solo.

CARCEL MODELO

        15 de Octubre. A media noche nos llaman a todos, también a los civiles, y nos cargan en el coche celular. Los civiles reconocen las calles y dicen: “Nos llevan a la Modelo”, como ocurre, en efecto.
        En una dependencia nos tuvieron ese día amontonados, sedientos y hambrientos; recuerdo una escalera que subía al segundo piso donde nos sentábamos; ya anochecido nos sirvieron unas lentejas aguadas que nos supieron a gloria.
        A media noche fuimos pasando por la oficina donde nos tomaron la filiación y, por primera vez en mi vida, las huellas digitales. Pasamos luego al Hall Central y de ahí a la 5ta. Galería.
        Pavorosa impresión: nave larguísima, a mitad de la nave una escalera levadiza para subir al segundo piso. El segundo piso con barandilla de hierro a izquierda y derecha, y en todas las paredes sólo se ven las puertas de las celdas, unas 900, todas numeradas. No recuerdo el número de la mía.
        En fila subimos la escalera levadiza, doblamos a la derecha por el corredor entre la baranda y las celdas; en cada celda introducen a cinco o seis; los cinco primeros, filósofos, entran en una; yo y Emeterio González, en la siguiente, donde ya había un Guardia Civil y dos hermanos, uno religioso, muy parecido al P. Vega. Los demás fueron entrando en otras celdas. En seguida quedamos “chapados” por fuera con unos cerrojos de hierro, que al abrir o cerrar resonaban en toda la nave.
        Guardamos silencio sepulcral. Cada celda era para una persona, pero en cada una había cinco o seis, y en algunas hasta diez. Medían 4,50 m. x 2,50 m.; de entrada, a la izquierda, empotrado en la pared, el camastro de hierro levadizo. Arriba, en la pared, un ventanuco con fuertes barrotes, debajo una canilla para agua, y la taza-water. Era todo el mueblaje. La puerta gruesa y enchapada; a la altura de la vista, una mirilla redonda en forma de embudo, de forma que desde fuera se veía toda la celda, pero desde dentro casi nada, y solo lo que quedaba a distancia. El Guardia Civil y los hermanos ya hacía días que la ocupaban, y los familiares les habían traído colchones y mantas que compartieron con nosotros.
        Al amanecer el Guardia Civil comenzó a romper el silencio y a ponernos al tanto del régimen carcelario. A las 8 nos dieron plato y vaso de aluminio y cuchara; pasaron con las “gavetas” (ollas) y nos sirvieron un cucharón de café-malta, y de nuevo quedamos “chapados”. Sobre las diez nos sacaron al patio a pasear. Allí nos juntamos con otros Oblatos ingresados días antes y nos informaron de que en la segunda Galería estaba el P. Vega.
        Volvimos a la celda para la comida: un cucharón de garbanzos o lentejas y medio “chusco” de pan. De tarde, otras horas de patio, se paseaba, se transmitían noticias y se rezaban muchos rosarios disimuladamente. A la puesta del sol, a la celda; otro cucharón de lo que llamaban sopa y nos chapaban hasta la mañana siguiente. De noche, los vigilantes miraban por la mirilla si todo estaba en orden. Esa fue nuestra vida en la Modelo.

Forma de abanico. En la cárcel, al frente estaba toda la parte administrativa que comunicaba con un gran Hall con cinco puertas, las cuales daban a las cinco Galerías o Pabellones, que se abrían en forma de abanico con sus celdas. Cada galería tenía su patio sin comunicación con los otros. En el sótano estaban las cocinas y demás servicios. Para ayudar en la cocina, pelar patatas, etc., pedían voluntarios en horarios de paseo, y los veteranos, más duchos, aprovechaban para, desde el Hall, pasarse a los otros patios para verse con amigos o familiares. De ese modo, a los dos días pasó el P. Vega a visitarnos y contarnos su odisea; vino varios días con otros religiosos que nos presentó. Uno de ellos fue quien me informó que en la tardecita del día 7 le nombraron para salir en libertad.

EVACUACION DE LA MODELO.

        Hasta pasada la primera quincena de noviembre no varió nuestra situación. Las tropas nacionales se aproximaban a Madrid. El día 6 el Gobierno se traslada a Valencia, quedando la ciudad a merced de las milicias. Se oye el tronar de los cañones en el frente de lucha; estando en el patio vemos una escuadrilla de Junqers bombardear la Estación del Norte y aledaños; vemos caer las bombas que denominamos “rosarios”. Por temor a una sublevación interior de la “5ta. Columna”, en apoyo a las columnas nacionales, la Junta de Gobierno de Madrid decidió – con pretexto de traslado a Alcalá de Henares – eliminar a todos los presos. La Cruz Roja Internacional comprobó que sólo el día 7 de noviembre salieron de la Modelo mil detenidos, de los que sólo trescientos llegaron a Alcalá; el resto quedó en las zanjas de Paracuellos. Entre ellos el oblato Serviliano Riaño, identificado por un papel con su nombre que se le encontró entre sus ropas al exhumar los cadáveres después de la guerra. Había escuchado su nombre y por la mirilla le veía en fila en medio de la nave; a las ocho me ofrecí voluntario para subir las gavetas y aproveché para despedirme de él. Al pasar frente a la celda del P. Martín le había pedido la absolución “porque me sacan”; y a mí me dijo: “si ves a mi familia, les presentas mis cariños”. Lo hice terminada la guerra.
        La población penal de la Modelo se calculaba en 5000. El día 10, un obús nacional cayó en una celda y hubo heridos. En las torres de la cárcel habían instalado ametralladoras antiaéreas; pasa una escuadrilla, le hacen fuego, un Junquer sale de la formación y con su fuego la elimina. Desde Albacete llegan con urgencia las Brigadas Internacionales en tal desorden que ni “rancho” les tienen preparado. La solución: la comida de los presos de la Modelo. A mediodía – hace días que no hay patio – escuchamos en el patio una algarabía de voces que no entendemos.
        Con precaución de que no nos sorprenda el centinela, subido uno en la espalda del otro, vemos cómo los internacionales se comen nuestro rancho; los arengan con mucho U.H.P., la Marsellesa, etc., y muchos de ellos con todas sus armas entran en las galería de los presos, y por las mirillas nos gritan: “fachista, fachista”. Por milagro no hubo una masacre.
        Por fin se retiran cantando himnos de guerra; esa misma tarde quedan diezmados, al enfrentarse en la Casa de Campo con las tropas de Varela. Tanto es así que a la mañana siguiente piden voluntarios entre los presos como camilleros para los heridos, y algunos se anotaron con la intención de pasarse a los nacionales. El traslado de presos se ha intensificado; unos con suerte a Porlier, San Antón, Ventas o Alcalá; otros muchos fueron asesinados en Paracuellos.
        Se combatía ya en el Hospital Clínico y alrededores de la cárcel, que con sus paredones se prestaba a línea de defensa. Por eso a los que quedamos nos bajan a los sótanos el 15; yo me quedé junto a la puerta a ver si conocía a algunos de los que iban entrando. Reconocí al religioso amigo del P. Vega y le pregunté por él. Me respondió: “El 7 por la tarde le dieron libertad”; no se ha sabido más de él. Mi parecer es que sabiendo el Comité de Pozuelo dónde estaba, lo reclamaron y, con el pretexto de libertad, lo esperaron a la salida y le dieron “el paseo”. Ese sistema fatídico fue corriente en esos días.
        En diversas expediciones fuimos saliendo todos los Oblatos, la mayoría a San Antón; el 16, de mañana, los últimos fuimos a Porlier: Mariano Martín, Angel Villaba, Isaac Vega y yo.

PORLIER

   Colegio de Escolapios incautado, convertido en cárcel. El 16 a media mañana cruzamos "el rastrillo" (verja de hierro) de la 2da. Galería. Las aulas de clases repletas de detenidos al igual que los anchos pasillos; conseguimos colocarnos en un pasillo angosto, a la izquierda según se entraba, y que servía de acceso a tres aulas; tendría dos metros de ancho pues al acostarnos debíamos hacerlo en diagonal, para dejar paso a los de las aulas. Al pasar de noche, tropezaban en nuestros pies, por lo que le denominamos “Calle Peligros”. Aquí encontramos a Antonio Jambrina, ya veterano en Porlier. Ocupaba un aula con compañeros ilustres: José María Alfaro, Fernández Cuenca, Fernando Vinuesa, algún tiempo Fernández Cuesta, como quien dice la Plana Mayor de Falange. Le contamos cuanto conocíamos de los Oblatos. En la 1ª Galería estaba José Oti, con quien pudimos vernos. Durante la noche pasaban por los pasillos los milicianos , nos miraban tirados en el santo suelo, y a quienes les parecía les daban un puntapié diciendo "Vamos" y se lo llevaban para nunca más volver.
       En Calle Peligros lo pasamos mal; tardaron en darnos "petate" (jergón y mantas), así que tirados en el santo suelo en pleno invierno; el rancho, arroz cocido con no se que grasa o sebo que nos pelaba la boca, yo lo lavaba en la canilla para poder tragarlo, y el chusco ya se reducía a unos gramos. Como consecuencia el P. Martín se enfermó de hepatitis, totalmente amarillo lo trasladaron a la enfermería de la 4ª Galería.
      Escribí a Doña Concha dándole la nueva dirección y preguntando por el P. Vega; me contestó que no sabia nada de él, e interpreté que había muerto. Vino a visitarme y quería traerme algo de comer. Yo, conocedor de sus penurias, le dije que no permitían traernos nada. En otra visita le dije de la enfermedad del P. Martín y que a él si le podían traer, y comenzaron a traerle leche y lo que podían. Se fue restableciendo y lo pusieron en libertad. No volvió por Calle Peligros. También Villalba se negó a tragar aquel arroz, e Isaac y yo le cedíamos nuestra ración de chusco para que sobreviviera. Por falta de higiene nos invadieron los piojos, al levantarse lo primero era la inspección en costuras del pantalón, nunca la caza bajaba de diez o doce que sacrificábamos con las uñas del dedo.

Libertad de Villalba e Isaac. La primera semana de Diciembre se formó un Tribunal especial de milicianos por el que pasamos todos. Cada uno mentía como podía, ellos y nosotros. El interrogatorio era breve. Villalba e Isaac tuvieron suerte: a los pocos días los pusieron en libertad.
Cuando me tocó a mi, vi que tenían un fichero sobre la mesa y temí que fueran los datos que me tornaron en la Dirección de Seguridad cuando nos trajeron de Pozuelo. Me tomaron los datos personales y hacían que leían la ficha, pero como no mencionaban nada de Pozuelo, me di cuenta que nada sabían de mí. Les dije que estudiaba para maestro en León, me habían suspendido unas materias y había venido a Madrid para prepararlas. Interpretaron que había venido para la sublevación y pretendieron que les dijera a qué cabecillas traía órdenes de presentarme; comprendían que yo era un joven engañado,  lo que ellos buscaban eran los cabecillas. En la sala, sin formar tribunal había un miliciano de la parte de Astorga con un pistolón ; al escuchar que yo era de cerca de Cistierna, intervino acusándome de ser uno de los asesinos de los camaradas mineros de Sabero. Menos mal que el Jefe de mesa le dijo: “Camarada, tu ahora no formas tribunal; nosotros decidimos”, el maragato me hubiera liquidado. Y la decisión del tribunal fue: “Ya que no quieres delatar a los cabecillas, te pudrirás en la cárcel”. Y así hubiera sido si no nos hubiera salvado Franco.
A muchos detenidos los pusieron en libertad, y al estar más desahogados todos pudimos entrar en alguna sala; Calle peligros se desalojo. Mejoró bastante la higiene al permitir a los familiares llevar nuestra ropa a lavar y traerla limpia. Con un mes sin podernos cambiar, los piojos habían proliferado en forma escandalosa; hasta organizábamos "carreras de piojos": se ponían en línea y a ver cual llegaba primero a la meta.

NAVIDAD 1936.

Muy triste. Extrañaba todo el clima religioso propio de esas fechas. Los compañeros de sala eran nobles pero bastante rudos, corno camioneros en su mayoría, y de religión, nada; nunca les sentí rezar y yo lo hacia en silencio, y ante ellos, pasaba por estudiante para maestro. Para las fiestas permitieron traernos paquetes y los familiares a todos trajeron algo; en 1ª Sala, sólo yo estaba sin nada. La Nochebuena fue "cena a la canasta", como hoy decimos, y la compartieron conmigo; pero que mal me sentí al no poder convidarles ni con un cigarrillo. Tal es así, que el día de Navidad al acercarse la hora de la comida, salí de la sala a pasear por los pasillos, para evitar que me convidaran. Subieron el rancho como todos los días, pero nadie se acerco a probarlo; yo tampoco; me pase el día en ayunas.

AÑO 1937.

            Las "sacas" y masacres masivas de noviembre se fueron suspendiendo, así como también los "paseos” nocturnos a la Dehesa de la Villa y afueras de Madrid donde las milicianas acudían todas las mañanas a ver "los 'besugos´ que cayeron anoche”. Ello se debió a la presión internacional de Embajadas, Cancillerías y Cruz Roja; la Junta de defensa de Madrid se vio obligada a tomar medidas, y algo se alivió.

    El año comenzó para nosotros menos tensionado, pues a fines de noviembre cada uno nos preguntábamos al acostarnos "¿A quien le tocará esta noche?". Los milicianos se quedaban en el "rastrillo" con sus armas, no pasaban entre los presos. Se autorizaron de nuevo las visitas de los familiares; nosotros pegados a la tela metálica, luego un metro de pasillo por donde paseaba y escuchaba el guardia de vigilancia, y otra tela metálica donde se apiñaban los familiares; como las visitas eran una por semana y tan masivas, a pesar de los gritos no se oía nada, pero al menos nos veíamos. Mi sala tenía ventana por la que veíamos el patio, más allá la calle Lista esquina Torrijos y una iglesia; muchas horas pasábamos mirando sin asomarnos, pues la guardia podía disparar; los familiares pasaban por la calle Lista saludando.
    No tenía “perragorda” (50 céntimos), y me ofrecí a lavar ropa a algunas personas entre ellas un sacerdote, para ganar alguna peseta con que comprar papel de escribir y estampillas. Al salir uno en libertad, conseguí quedarme con su petate. La paja la metí en el mío, y con el genero de lona azul marino un aprendiz de sastre me hizo unos pantalones que con una muda me trajo Doña Concha, los guardé cono oro en paño por si un día me ponían en libertad. Los puestos sin cambiarlos desde Pozuelo, ya no daban más. Y con ellos salí de Albatera, anduve por Alicante y llegue a casa después de la guerra, mas un chaquetón que me prestaron en el Hospital Francés de Calle Hortaleza.
Por la ventana veíamos la aviación nacional cuando pasaba bombardeando muy alto, pues ya había defensas antiaéreas; y al rato venían los cazas rojos en vuelo rasante: chatos, moscas, katiuscas haciendo exhibiciones, y según la radio oficial, siempre habían puesto en fuga a los enemigos.
    Cuando el ataque al Cerro el Águila y el Garabitas, de noche los combates se oían como si estuvieran a cien metros, se distinguían los fusiles, ametralladoras, hasta las pistolas. Por la Calle Lista pasaron entierros que por la comitiva, banderas, etc., comprendimos eran de altos jefes.
A primeros de mayo, viniendo de Alcalá, estuvo unos días en Porlier el P. Monje, hasta que le dieron el papel de libertad. Yo sabía que me iban a juzgar, y le pregunte si debía procurar salir libre o no; me respondió que lo que Dios me diera a entender. El motivo era que los movilizados por la edad, al ponernos en libertad, en camión  nos llevaban al cuartel y enrolaban en unidades especiales marcados como desafectados, para vigilarnos. Por eso cuando me juzgaron, procuré no inclinar la balanza en ningún sentido, para no tener luego cargo de conciencia.

JUICIO EN LAS SALESAS

21 de Mayo, fiesta de nuestro Fundador, a él me encomendé. A las 13 hs. nos cargan en el coche celular y nos  llevan a Las Salesas, donde funcionan los Tribunales Populares. Como sala de espera nos meten en un lugar angosto y largo sin ventanas a Jambrina y a mí con un grupo. Llaman primero a Jambrina; entre los familiares presencian el juicio Felipe e Isaac, quienes al ver el cariz que tomaba la cosa se retiraron por precaución. Luego me llaman a mí; no tienen más datos que mi filiación y la declaración que hice ante el Comité de Porlier.
Quieren que condene a la Sublevación Militar y les digo que de derecho yo no entiendo. Me dicen: - ¿Pero sabes que militares fascistas se sublevaron contra el gobierno legítimamente elegido por el pueblo? - Eso dice el gobierno, respondo, pero ellos dicen que fue en legítima defensa ante las actitudes del Gobierno. - ¿Estas dispuesto a incorporarte al Ejército del Pueblo para defender sus legítimos derechos? Mi respuesta: “Voluntariamente no”.
El fiscal pide la pena máxima por el delito de “desafecto al régimen", que es 5 años y un día, Me volvieron al cuarto de espera, y se quedaron deliberando. La condena fue condenado a cuatro años, once meses y veintinueve días en Campo de Trabajos, por desafecto al régimen”. No sé si me leyeron la sentencia; sí que a los pocos días en Porlier el que hacía de abogado de oficio – no abrió la boca en mi defensa- me entregó el Documento de la sentencia condenatoria que aún conservo...

DESENLACE

En 1936 un tribunal comunista le condenó a trabajos forzados en Albatera (Alicante) donde soportó hambre y amenazas de fusilamiento durante los tres años de la guerra.
 Una vez liberado, pudo volver a Pozuelo en 1941 y reanudó sus estudios, fue ordenado sacerdote y enviado como misionero a Argentina, como se dice en su breve semblanza. (N.de la R.)

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