domingo, 7 de octubre de 2012

He aquí la esclava del Señor



El Beato José Vega Riaño, autor de este artículo (La Purísima, Marzo de 1931), nació en Siero de La Reina (León) el 18 de noviembre de 1907. Tras hacer el noviciado en Urnieta (Guipúzcoa), fue enviado a cursar los estudios en Roma, donde obtuvo el doctorado en Filosofía, Teología y Derecho Canónico. Destinado a Pozuelo, ejercía como formador y profesor de dogma en el escolasticado oblato. “Daba las clases con mucha preparación y con mucho sentido espiritual. Algunas de sus clases parecían una lectura espiritual”. Pero su celo apostólico desbordaba la comunidad: no sólo atendía espiritualmente a algunas comunidades de religiosas, sino que también cultivaba a un círculo de laicos, animándolos y sosteniéndolos en aquel ambiente cada vez más hostil a la fe, razón por la cual era el blanco de las iras del comité revolucionario. Prisionero en su propia casa y puesto en liberta después, se ocupaba de atender física y espiritualmente a los jóvenes Oblatos en clandestinidad. Hecho prisionero por segunda vez, fue ejecutado el 7 de noviembre de 1936. Tenía 29 años.
He aquí la esclava del Señor

Recordad, amables lectores, la escena que nos describe el evangelio de San Lucas.

            Empieza el Evangelista narrando la aparición de un ángel del Señor al anciano levita Zacarías, para anunciarle que a pesar de la esterilidad de Isabel, su esposa, y de la avanzada edad de ambos, le nacerá un hijo, que será la gloria de muchos. Seis meses después, añade el Evangelista, Dios envía el mismo ángel San Gabriel, a la pequeña ciudad de Nazaret, a visitar a una virgen, por nombre María, desposada con cierto varón de la casa de David, llamado José. El ángel saluda a María con estas palabras: “Dios te salve, ¡Oh llena de gracia!; el Señor es contigo; bendita tú eres entre todas las mujeres” Túrbase la recatada doncella ante la presencia y palabras del ángel, y este añade: “No temas, ¡oh María!, porque has hallado gracia en los ojos de Dios. Sábete que has de concebir en tu seno, y darás a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús. Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo...” La virgen alega entonces la imposibilidad de tal evento por pertenecer su alma y su cuerpo exclusivamente al Señor; a lo que contesta el ángel, revelando a María la vía misteriosa de su concepción virginal, por obra del Omnipotente, para quien no hay imposibles. Disipado ya todo temor y recelo, la virgen despide al celestial mensajero con estas palabras: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.”

            De toda esta escena, tan detalladamente escrita por el Evangelista, dos cosas merecen fijar especialmente nuestra atención: el fin que Dios se propone el enviar su celeste embajador a la pequeña ciudad de Nazaret y las palabras con que María contesta a esa celeste embajada.

            Respecto al motivo del envío del celeste mensajero, los Santos Padres, todos, unánimemente, confiesan no ser otro que solicitar el  libre consentimiento de la Santísima Virgen para una obra que Dios se había propuesto no realizar sino independientemente de su voluntad; la obra misma de la Redención.

            Más bellamente que todos los demás expone esto mismo el melifluo e incomparable cantor de la glorias de María, San Bernardo. “Oíste, exclama él, oíste, ¡Oh Virgen! El hecho y la manera... te fue dicho que concebirás y da a luz un hijo; oíste también que no será por medio de varón sino por obra del Espíritu Santo. El ángel espera la respuesta para volver a Dios que le envió. Esperamos también nosotros, ¡oh señora!, una palabra de compasión, angustiados como estamos por la sentencia de condenación. He aquí que se te ofrece el precio de nuestro rescate; por tu consentimiento seremos al momento libres... Apresúrate, pues, ¡oh Virgen!, ¡oh Señora!, a dar esa respuesta que esperan cielos y tierra. El mismo Rey y Señor de todo que contó con tu consentimiento para salvar la mundo, te pide ahora que consientas... Abre, abre, ¡oh Virgen benditísima!, tu corazón a la fe, pronuncien tus labios palabra de asentimiento y descienda a tu seno el Creador” (Homiía 4 Super Missus est).

            Ni faltan tampoco razones que nos persuadan de la conveniencia que había por parte de Dios para solicitar este libre consentimiento, Dios no necesitaba ciertamente del consentimiento de ninguna criatura para llevar a cabo la obra de la Redención. Pero, ¿qué manera más digna se presentaba al divino Verbo para entrar en este mundo que la que le ofreciera el libre consentimiento de la que debía ser su madre? Dios, dice Santo Tomás, no gusta de la servidumbre forzada, sino de aquélla que voluntariamente se le ofrece, y esto, precisamente, porque quiere que los servicios de los suyos se truequen en méritos. Pues, ¿y quién no ve qué abundante fuente de méritos debía ser para María, en esta suposición, el libre consentimiento o la divina maternidad? Por él, en efecto María consentía también en servir de medio entre el cielo y la tierra, entre Dios y nosotros. Asociándose a Jesús consentía al mismo tiempo ser, en la obra de la Redención, la Corredentora, y en el orden de la aplicación de las gracias merecidas por le Redención la distribuidora de todas ellas. ¿Cómo, pues, no había de querer Jesús que fuera libre el acto que podía ser origen de tantos méritos para su madre, aunque esto implicara dejar pendiente de una criatura la salvación de toda la humanidad?

            Ni debe arredrarnos esta última consecuencia como si ello implicara incertidumbre para nuestra salvación. El que a la obra de la Redención y a la misma encarnación del Verbo, deba preceder el libre consentimiento de la Santísima Virgen, no impide que ese consentimiento, aunque libre, sea infaliblemente cierto. No es éste el lugar para disertar sobre la admirable concordia que existe entre la gracia y ciencia de Dios, por una parte, y la libertad e infalible certeza de los actos humanos, como efectos de aquéllas por otra; para el caso que nos ocupa nos basta saber, como dice Bossuet, que siendo Dios también el autor de la libertad, le sobran medios sin duda para guiarla y conducirla a los fines que El quisiere, sin destruirla. Dios, añade un teólogo contemporáneo, tiene en sus manos el corazón del hombre, y a donde le quiere llevar le lleva, haciendo que libre e infaliblemente sea movida nuestra voluntad. Mas, vengamos ya a la respuesta de María.

            A las palabras con que el ángel, después de saludarla llena de gracia, solicita su consentimiento para ser madre de Dios, la Santísima Virgen contesta: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.”

            Difícilmente cabe imaginar ni más perfecto conocimiento, ni más entera sumisión al divino querer. María tiene ahora cabal conocimiento de lo que se la pide: el ángel le ha dicho que concebirá en su seno, por obra del Espíritu Santo, y que dará a luz un hijo que será llamado Hijo del Altísimo, y contesta sencillamente, sometiendo su voluntad al divino beneplácito: “Hágase en mí según tu palabra.”

            Pero hay aquí aún otro misterio: Un más atento examen y una meditada consideración de todas sus palabras y de las virtudes que especialmente brillan en este acto de la Santísima Virgen, nos trae a la mente otra escena y otras palabras. Eva, en el Paraíso, ha oído también de boca del Altísimo el anuncio de grandes promesas, con la sola condición de abstenerse de la fruta del árbol prohibido; ella también recibe la visita de un ángel, no ya mensajero de su Rey, sino al contrario, espíritu rebelde, a quien su misma desdicha impele a provocar las demás criaturas a la rebelión y desobediencia contra el Creador de todos. ¿Cuál es la conducta de Eva ante este mensajero, ángel no de luz sino de tinieblas y predicador de la mentira? Empieza el tentador prodigando halagos a la vanidad: “Seréis como dioses, la dice, en comiendo de la fruta del árbol prohibido”, y Eva, ante promesa tan falaz, deja de creer en las promesas que Dios la hiciera y desobedece.

            Completamente opuesta a ésta es la conducta observada por María el día de la Anunciación. La Virgen Santísima escucha también de la boca del ángel grandes alabanzas dirigida a su persona, pero lejos de complacerse en ellas, se turba, aunque el celeste mensajero es ángel de luz y portador de verídicas promesas. Sabe María que la humildad por parte de la criatura, es base y condición indispensable para recibir cualquier don de Dios, por no comunicarse Él sino a los que  halla vacíos de sí mismos; por eso, cuando el ángel la anuncia que por su medio quiere el Eterno hacer a la tierra el mayor don de que es capaz su liberalidad, la unión personal de la Divinidad con la naturaleza humana, aun antes de otorgar su consentimiento, prorrumpe en profundo y sublime acto de humildad, al exclamar: “He aquí la esclava del Señor.”

            A este acto de humildad sigue también por parte de María, junto con el de obediencia, un vivo y explícito acto de fe en las promesas del Señor, manifestado al declarar la conformidad de su voluntad con lo anunciado por el ángel. A ese acto de fe se refieren los Santos Padres cuando dicen que la Santísima Virgen concibió al Señor en su mente aun antes de llevarle en su seno.

            María es, pues, en los decretos del Eterno y en la realidad de su vida la oposición de Eva, ya que la cooperación de María a la obra de la Redención es paralela a la influencia prestada por Eva a la causa de nuestra ruina. EL fruto de la desobediencia de Eva todos le conocemos por experimentarle en nuestro propio ser; el fruto de la obediencia de María no le descubre el Evangelista cuando dice: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.”

                                                                                                                   J. Vega, o.m.i.

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