sábado, 6 de octubre de 2012

Ave María Purísima


Nos reclaman la publicación de nuevos “post” o entradas en este Blog de los Mártires OMI Madrid. Tras una breve interrupción, pensamos proseguir dándolos a conocer más a fondo. Para ello, nos serviremos de algunos de sus escritos. Éstos nos dejarán intuir el pensar y el sentir de estos nuevos Beatos. Comenzamos con este artículo  del  del Beato Vicente Blanco Guadilla, “el Santo padre Blanco” (así le llamaban), superior de la comunidad de Pozuelo. Fue publicado en Diciembre de 1931 en la desaparecida revista oblata “La Purísima”.

                                                           -  Ave María Purísima. 
- Sin pecado concebida.
   
¡Cuán gratamente suenan esas palabras en nuestros oídos españoles! .¡Cuán agradables recuerdos despiertan en nuestras mentes!. Son de las primeras que, pequeñuelos, aprendimos de labios de nuestras madres, cuando apenas podíamos balbucirlas; las que, escolares, dirigíamos a maestros y condis- cípulos; las que de vuelta a casa teníamos que pronunciar reverentemente y con la boina en la mano, saludando a cuantos en ella hubiera; y al caer la tarde, cuando se necesitaba luz en las casas, se oían esas palabras en el preciso momento de encender el tradicional candil; juntando en este momento en la misma alabanza las dos devociones más populares, más queridas y características de nuestro pueblo, la devoción al SS. Sacramento, Luz de Luz, y a la Purísima, Madre de la  Luz más pura. Al acercarnos al santo tribunal de reconciliación esas son las primeras palabras que dirigimos al representante de Jesucristo; y nuestros pobres imploran de la caridad cristiana, la limosna, que a ellos aliviará corporalmente y al dador espiritualmente, anteponiendo siempre el AVE MARÍA PURÍSIMA.

            ¿Pero no es verdad, caro lector, que afueza de pronunciarlas y oírlas nos hemos familiarizado tanto con ellas que apenas nos damos cuenta de lo que decimos?.
            Y sin embargo, ¡cuántas enseñanzas encierra!.

            A semejanza de las dos plegarias que más a menudo pronuncian nuestros labios en honor de nuestra Madre del cielo, esta jaculatoria empieza con un saludo respetuoso, lleno de confianza, expresando en ella nuestro íntimo gozo por ver que ha sido tan querida de Dios y tan ensalzada y glorificada sobre todas las criaturas; y por eso decimos “ AVE “, feliz seas y dichosa; vive para siempre. Se para nosotros lo que tu nombre augusto, MARÍA, significa: Maestra y Señora.

            ¡MARÍA! Ardua tarea sería decir quién es María; difícil empresa que ha arredrado a los Santos Padres y Doctores. No pudiendo sondear tal abismo de maravillas, contentémonos con saber que nos dirigimos a aquella MUJER dichosa, anunciada a nuestros primeros padres culpables, como la triunfadora de la serpiente infernal; a aquella VIRGEN, profetizada por Isaías, la cual por modo maravilloso, sin dejar de ser Virgen, había de concebir en su seno y dar a luz al que se llamaría Emmanuel, “Dios con nosotros”. ¡Virgen que permanecería siempre virgen, al decir del profeta Ezequiel, que la llama “puerta cerrada”, por donde no pasará nadie, porque pasó por ella el Señor!.

            Saludamos a aquella Virgen que desposada con el santo carpintero de Nazaret es visitada por el arcángel S. Gabriel, quien la proclamó llena de gracia y bendita entre todas las mujeres.

            Saludamos a esa Virgen bendita, a esa Virgen llena de gracia, a esa Virgen toda hermosa, escogida y amada de Dios, a esa Doncella que al par que es Virgen es Madre de Dios...¡Madre de Dios!.., y ¿qué más puede pensar nuestro entendimiento, ni desear nuestro corazón, ni imaginar nuestra fantasía, ni nuestros labios pronunciar?. ¡MUJER, VIRGEN, MADRE! Y Madre ¿de quién?: de Jesucristo, del Hombre-Dios, Creador y Rey de cielos  y tierra.

            A esa mujer dichosa, a esa Virgen bendita, a esa Madre de Dios, Reina de todo lo creado, de los ángeles y de los hombres, a esa que es “más santa que los santos, más excelsa que los cielos, más gloriosa que los querubines, más digna de honra que los serafines y más venerable que todas las criaturas” (S. Germán), a Esa nos dirigimos cuando la decimos: Ave María Purísima.

            PURÍSIMA. No se contenta nuestro corazón con proclamarla pura; ni se saciaría con llamarla más pura que todas las criaturas; nuestro corazón va más allá, porque la razón lo pide, quiere que la ensalcemos en grado superlativo: PURÍSIMA. Conviene a saber, que en Ella no hay mancha ninguna que afee la beldad intrínseca de su alma, ni error alguno que ofusque su límpido entendimiento, ni pasión alguna que entorpezca los ardientes vuelos de su ordenadísima voluntad, ni mancilla de ningún género que empañe la limpieza de su cuerpo virginal; nada hay en Ella que desagrade a la soberana Majestad de Dios; en Ella puede descansar la mirada divina como en el objeto de sus divinas complacencias, como que, fuera del Altísimo, nada hay tan puro ni en los cielos ni en la tierra como María; su pureza está sobre la de los mismos ángeles que asisten al trono del Señor; sobre la pureza de los serafines que se abrasan en la hoguera de la divinidad.

            Pues, qué, ¿no es Ella, aquella mujer escogida cual antítesis de la primera mujer, Eva, seducida y seductora?; y su misión, ¿no es dar cumplimiento a la sentencia pronunciada contra la serpiente infernal: “enemistades pondré entre ti y la mujer, entre su descendencia y la suya, y Ella misma quebrantará su cabeza”?; ¿y puede concebirse que fuera víctima del infernal dragón, y que éste hubiera aplastado con su pie infame a la mujer que había de quebrantarle a él la cabeza?.

            Antes de dar existencia al primer hombre, que iba a ser el rey de la creación y la obra más bella del mundo visible, el Eterno le preparó un rico y delicioso vergel, paraíso de deleites como morada; para formarle cogió Dios tierra virgen, es decir, pura, sin mezcla alguna de otros elementos. Si esta prodigalidad de riquezas y delicadeza fue desplegada a favor del primer hombre, ser de un día, lleno de miserias; del hombre que habría de ser ingrato con su Hacedor, pagándole con ofensas sus beneficios, y obligándole a desheredarlo de los derechos que le había otorgado; para el segundo Adán, Jesucristo Reparador de las ruinas del primero, ¿no convenía que fuera su morada más bella, más deliciosa y fuera formado de carne virgen?.

            Si un Conde de Benavente, según cuentan las historias, no creyó podía conservar limpias su caballerosidad y honradez, habitando en su palacio, ocupado durante unos días por un traidor, y lo entrega todo a las llamas, ¿el Hijo de Dios había de ser menos noble, había de mirar menos por su honradez que un conde mortal?. ¿Había de resignarse a ocupar un palacio (mancillado) por la culpa original y aspirar el hedor impuro  que dejara el aliento del demonio en María, por adornada y enriquecida que fuera después su alma?.

            Y Dios, en cuya mano estaba librarla de esa mancha ignominiosa, ¿no lo había de hacer en beneficio suyo y de su Madre?. En la vida de la Señora se observa una dispensa casi general de todas las leyes que rigen para los hombres; todo es singular en Ella, su infancia: su doncellez, su matrimonio, su alumbramiento, su carne sin pasiones, sus sentidos sin rebeldía, su vida sin mancha y su muerte sin pena; ¿cómo no había de ser rara e insólita, sobrenatural su aparición en la tierra desde el primer instante de su ser natural?.

            Así lo reconocemos cuando confesamos que fue SIN PECADO CONCEBIDA.

            Démonos brevemente cuenta de lo que es ser concebido en pecado para comprender ese privilegio singular. Ser concebidos en pecado es venir a la existencia, es salir de manos del divino Hacedor, rebeldes, hijos de ira, privados de los divinos atavíos de la gracia santificante, con que Dios había adornado la humana naturaleza; es estar sujetos a la culpa, es ponerse en condición deshonrosa. A nosotros, por esa concepción en pecado se deriva la naturaleza humana, caída de su prístino esplendor, viciada en su raíz, y donde quiera que aparezca ese vicio original, esa señal de degradación, allí hay un objeto de desagrado y aversión para Dios; allí resuena el eco de la divina sentencia “morirás irremisiblemente”.

            Todos nosotros hemos recibido la naturaleza de nuestros primeros padres prevaricadores y nos vemos obligados a confesar con el Rey Profeta: “He sido concebido en iniquidad y en pecado me dio luz mi madre” (Salmo 50); esa iniquidad, esa mancha, por venir de aquellos que fueron cabeza del género humano, tiene razón de pecado y de pecado original; y nadie puede verse libre de tal mancha a no ser por privilegio especial.

            Privilegio que proclamamos cuando decimos que María, aunque descendiente de Adán y Eva, fue purísima y concebida sin pecado original; y esto “por gracia y privilegio de Dios Omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, Salvador del linaje humano” (Ineffabilis) es decir que de las manos del divino Creador, el alma que había de animar el cuerpo de María Santísima salió enriquecida con todos aquellos dones que perdiera Adán; salió adornada con la gracia santificante; de tal modo, que no pudo ni por un instante estar sujeta a la ley del pecado; antes, por el contrario, sometió a su imperio la carne y la santificó; quedando esa felicísima criatura, no solamente  libre de toda mancha, sino toda hermosa en la presencia de Dios; en pocas palabras, Dios, que escogía a la Virgen para que algún día fuese su Madre, en el instante de infundir su alma en el cuerpo, borró o anuló las exigencias de la naturaleza viciada en Adán. ¡Oh benditísimo instante en el que Nuestra Madre, al par, se vio libre de todas las consecuencias de aquel primer pecado de la naturaleza, y contempló el hermosísimo séquito de gracias que en el transcurso de su vida se manifestarían lozanas y esplendentes en su alma!.

            Bendigamos, ensalcemos ese momento de la Concepción de María; no cesemos de proclamarla purísima, sin mancha desde el primer instante de su ser natural; pero si queremos serle verdaderamente devotos e hijos queridos, a la alabanza de los labios acompañen las obras, o sea, las virtudes de que Ella es dechado, sobre todo la que de una manera especial ensalzamos en la jaculatoria Ave María Purísima, la PUREZA.

Vicente Blanco, o.m.i. 

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